Final del blog: Saber cuándo retirarse
El quinto principio del arte de pasar a la acción es aprender a detectar el momento adecuado para finalizar. Aprender a intuir cuándo vale la pena parar es todo un desafío cuando las cosas están yendo bien. Es fácil quedarse patinando en lo que nos brinda placer y así, perder de vista lo que está pasando.
Por eso, en el arte de acechar la concentración no se puede perder en ningún momento, se aprende a no perderla incluso disfrutando, como en el tantra. En el arte de la acción callejera resulta igual de importante la acción que la manera de deshacerla. Cómo resolver la acción: ese es el reto. Cómo desenlazar el performance, esa es la cuestión más importante para poder concretar impecablemente un intento.
Oleg Vorotnikov, uno de los integrantes más activos de Voina, entra vestido con una sotana de sacerdote y una gran cruz colgando en el pecho en un exclusivo supermercado de Moscú en julio de 2008, tomándose todo el tiempo del mundo para llenar bolsas con algunos de los productos más costosos y luego salir sin pagar ni un centavo a cambio. La clave de haber podido concretar el intento radica en la manera en que agarra el momento adecuado para salir del lugar, fluida y serenamente.
Siempre hay un momento adecuado, un momentum, que se levanta sólo por un instante, como la ola que se va a surfear, y si no se agarra, se va del todo al instante siguiente. Cuando las cosas no están yendo tan bien saber cuándo retirarse resulta aún más pertinente. Hace falta estar consciente en pleno desenvolvimiento de la acción para poder anticiparnos a lo que puede pasar y tener tiempo para tomar las decisiones más inteligentes.
Según Castaneda, cuando nos enfrentamos con una fuerza superior con la que no se puede lidiar, nos retiramos por un momento. Hace falta astucia, humildad y prudencia para saber cuándo retirarnos sin que constituya un acto de cobardía. Dejar la acción es parte integral del arte de pasar a la acción. Cuando el azar irrumpe y se dificultan las circunstancias se pone a prueba la capacidad de improvisar. Pero cuando humildemente se sabe que no hay chance de concretar el intento es mejor retirarse a tiempo.
Cuando estaba a punto de finalizar una intervención en un puente del metro de Portobello Road en Londres comenzando la década del 2000, en la que se exhibía una serie de posters del Che Guevara, uno tras otro, cada vez con su imagen más disuelta, Banksy decidió tirar el tarro de pintura que traía y descolgarse rápidamente del puente para fugarse de la escena después de ver que cómo robaban una tienda en la calle del frente y salían montándose en un carro los ladrones para huir de la ley mientras él estaba pintando un poster en contra de la revolución mercantilizada. Como escribe Banksy en su libro Wall and piece, “¿Por qué alguien pintaría imágenes de revolucionarios cuando de hecho se puede actuar como uno de ellos?”
Tomado de: El arte de pasar a la acción
http://elarteesverbonosustantivo.blogspot.com/2011/05/el-arte-de-pasar-la-accion.html
Imágenes: Banksy - Portobello Road, West London
¿Cuál es la obra de arte del 2011?
Fotografía: Suzanne Beard
Un piano de media cola incrustado en un banco de arena de la Bahía Vizcaína en Miami se oxida poco a poco, ola tras ola, a merced de la marea y los vientos. A veces apenas acaricia sus patas, pero otros días el mar se le mete hasta adentro, haciendo vibrar sus cuerdas mientras por fuera el agua arremete golpeando sus teclas. Las despiadadas tormentas de Florida tuvieron el chance de acompañar su música con un nuevo instrumento, el océano haciendo música con un invitado inesperado, un piano de media cola en medio del mar. Resonancia telúrica, marítima y cósmica al mismo tiempo; el sol inclemente que no dejó de abrazar, la luna que lo iluminó a los ojos de los más incrédulos. Durante casi un mes el piano permaneció en la bahía, como parte del paisaje, como otra vida en ese ecosistema, como un precioso enigma, como un misterio más de la naturaleza, como una imagen inolvidable, inverosímil, intempestiva. Un acontecimiento.
Sólo quienes navegaban las aguas o caminaban sus costas lo vieron durante los primeros días, hasta que Suzanne Beard, una residente local, tomó unas fotografías del piano justo en el momento en el que una bandada de pelícanos llegaba a alojarse en él durante un rato, hurgando su clavijero, descansando en su caja de resonancia algunos, reposando sobre su silla otros, jugando sobre sus tablas y sus bastidores de metal, habitándolo por un instante antes de emprender vuelo de nuevo. Las fotografías de los pelícanos residiendo en un piano de media cola en medio de Bahía Viscaína terminaron en National Geographic, y a los pocos días la intervención ya le había dado vueltas al planeta a través de los medios de comunicación.
Una vez se cruza el umbral de macro visibilidad empiezan a circular las preguntas, ¿quién lo hizo? y ¿por qué? Esas dos, las básicas, como mínimo, aunque de país en país había otra pregunta más acerca del piano en medio del mar, otra pregunta sistemáticamente repetida: ¿qué significa? De repente empezaron a aparecer autores por todas partes. Día tras días corrían rumores acerca de quién había puesto ese piano allí y cuáles habían sido sus propósitos, surgiendo todo tipo de hipótesis, desde que se trataba de una broma hasta que se trataba de acciones con fines políticos. Un día, una pareja de viejos zorros cineastas apareció en varios medios de comunicación atribuyéndose la idea y la autoría de aquél romántico crimen, intentando tomar crédito de la situación, argumentando que el piano era una acción artística llevada a cabo como protesta en contra de la vanidad que asola a Miami. Muchos creyeron la farsa. Otros simplemente siguieron disfrutando de la aventura incierta de un piano en medio del mar.
El veintisiete de enero de 2011, veintisiete días después de permanecer en una bahía de Miami conviviendo con la naturaleza, el piano fue retirado por parte de los oficiales de la Florida Fish and Wildlife Conservation Commission, y ese día, los fanáticos de la verdad pudieron dormir tranquilos. Los más suspicaces pudieron atar todos los cabos sueltos, porque las autoridades ya tenían todas las pruebas. Ahora contaban con el video de la intervención del piano filmada por el directo responsable de la acción y sus cómplices. Se trataba de Nicholas Harrington, un chico de apenas diez y seis años quien, junto a un par de amigos, cargó en el bote de su padre el piano y luego lo llevó hasta un estratégico banco de arena ubicado en la Bahía Vizcaína, donde terminó siendo incrustado y abandonado, después de haberle prendido fuego en nochevieja y tocado en llamas al más puro estilo Jerry Lee Lewis. Todo está grabado. Y en manos de las autoridades. El piano de media cola en la Bahía Vizcaína no es el cinematográfico piano de la película de Jane Campion, dramáticamente ejecutado a orillas del mar por una dulce Holy Hunter. Este otro es un piano incrustado en medio de la crudeza de la vida real del siglo XXI: la de las borracheras de los adolescentes, la policía y los rumores por internet.
Lo que había llegado a intervenir este piano era el sopor de la normalidad de la vida diaria, la desvitalizada realidad vuelta costumbre. “Me gustaba la idea de un piano anónimo allí afuera, y que nadie diera explicación alguna sobre ello”, declaró Nicholas. Su familia le aconsejó presentar las pruebas a la policía antes de que ya fuera tarde y pudiera meterse en problemas. Durante tres semanas el piano habitó el mar de la Florida sin que la autoridad interfiriera. “No causa ningún problema de navegación, lo vamos a dejar”, es lo que declara la guardia costera en un principio, hasta que las autoridades del medio ambiente dictaron un plazo máximo de veinticuatro horas para retirar el objeto extraño. Así desenmascaran a los cineastas oportunistas, aunque al mismo tiempo merman el placer del misterio encarnado a través del anonimato y la falta de aclaraciones. Nicholas tuvo que hablar. El Sistema empezó a demandar explicaciones. “Creo que era mucho más poderoso como misterio”, fue lo que dijo su madre, Annabel. Pero a su padre le pareció conveniente romper el anonimato; después de todo, ya había contado con su aprobación para usar las fotografías de la intervención del piano en la bahía como parte del currículo de Nicholas enviado en la aplicación para entrar a una prestigiosa escuela de Arte en Estados Unidos. Nicholas habló, entonces.
“Quería crear una experiencia surreal y enigmática, por fuera de la vida normal. Vas por la bahía en tu bote, y de pronto… ves un piano… ¿sabes?”. Esa es toda la explicación por parte de Nicholas. Ya está. No hay nada más que decir. El piano en medio del mar de la Florida es una de las intervenciones más bellas de las primeras décadas del siglo XXI, y su gesto no necesita ser interpretado. Una instalación, en una bahía, sin ninguna explicación, sin razones, sin sentido, sin proyecto, sin verdad ni siquiera: puro arte del nuevo milenio, otro reencuentro más con el arte ancestral, el arte precedente al régimen de racionalización de las experiencias instaurado con la modernidad. A Nicholas le gustaba el anonimato, según dijo. Sabía de lo grande que es no decir quién fue. No esgrimió una razón por haberlo hecho. Simplemente lo hizo. Sus amigos, pasados de copas ayudándolo esa noche, la pasaron bien, igual que él. Eso es todo.
Ahora bien: Nicholas intuye también el poder de las sensaciones que puede despertar en la gente un gesto como ese, por lo cual está pensando más allá de sí mismo. Pero no hay proyecto detrás de la intervención: la acción se explica por sí sola. Basta su inmanencia, bastan las sensaciones generadas sobre la gente, sobre gente de muchas partes del planeta durante varias semanas. La intervención con el piano en la Bahía Vizcaína no significa nada. O, para ser más exactos, significa sólo lo que para cada cual signifique. Igual, ni siquiera el propio Nicholas ofrece una interpretación: lo intervenido habla por sí solo. No hay sentidos intrínsecos a la acción de llevar el piano hasta el mar: lo único que importa son las sensaciones que pueden llegar a experimentarse. Arte del nuevo milenio, del eterno retorno, hasta la médula. Las sensaciones como razón suficiente. Las sensaciones como una prioridad para sentirse vivo. No sólo no hay sentidos determinados, porque no hay proyecto. Es que de hecho, la misma intervención es un completo sinsentido por sí misma: cargar un piano en un bote, y llevarlo hasta un banco de arena en medio de una bahía…
A Nicholas no le importa que nadie sepa que él lo hizo, tampoco quería fama, no buscó hacer dinero a través de ello. Tan sólo lo hizo. Pasó a la acción, e intervino el paisaje. Por muchos días, más de lo que creyó, se desencadenaron sucesos a partir de su intervención. Esa es la resonancia del acontecimiento. Por un buen tiempo todo se mantuvo bajo el anonimato y sin explicaciones, como él quería; tal vez, incluso, todo hubiera podido permanecer por siempre así, tal como permanecen la mayoría de los gestos más bellos que marcan nuestras la cotidianidad de nuestras ciudades; se hubiera podido mantener así, si hubiera sido impecable en su intento. Pero registrarlo y revelárselo a los demás tiene su precio.
El Sistema da la alerta y se empiezan a demandar las explicaciones, las razones, el sentido y la verdad que hasta ahora no habían resultado necesarios. Se revela quién es para evitar problemas con la ley: demanda de autoría; se explican las razones de lo sucedido, se ventila un por qué (el interés de ingresar en una prestigiosa escuela de Arte): es el proyecto demandado; y se halla una interpretación normalizando la intervención, rotulándola como una “obra de Arte”: allí está la demanda de sentido. Se hallan autores, proyectos, sentidos: se halla una verdad; el Sistema siempre demanda una verdad. Donde no había nada que interpretar sino todo por sentir, los medios de comunicación y las instituciones transfiguran la travesura en obra de Arte para que el sistema de vida pueda asimilarla.
Pero aun cuando Nicholas llegue a estudiar en una escuela de Arte, nada podrá borrar lo hecho a sus diez y seis años: dar un golpe de gracia que va más allá de los valores y las reglas del Arte, tal como el mundo del Arte viene administrando las expresiones desde el siglo XX. Un gesto anónimo, desinstitucionalizado, compartido en el espacio público, sin ánimo de lucro, sin ningún tipo de proceso curatorial ni ningún tipo de legitimación por parte de las autoridades del Arte. El piano en el mar de la Florida es pura poesía espontánea. Un gesto impulsivo que plasma de un modo muy consistente todos los principios del arte de la instalación: romper la normalidad, fundirse con el paisaje, reutilizar lo que encontramos, cuidar lo que nos rodea y anticiparse a las consecuencias. La normalidad cotidiana se rompe con un piano en medio del mar al insertar algo fuera de la vida diaria en medio de la vida diaria.
Sin embargo, no basta con introducir elementos extraños en un medio ambiente para prender la chispa de la poesía a través de la intervención. La contundencia de lo inesperado requiere catalizarse con la sutileza de la instalación. La magia está en hacer sentir natural la presencia del artificio. El piano en la bahía consigue fundirse con el paisaje, llega a hacer parte de él por el modo impecable a partir del cual se acopla con el resto de los elementos del hábitat en el que se inserta, ajustando la composición creada con el medio ambiente, de la misma manera en que un pintor compone un cuadro. La intervención se vuelve posible gracias a un reciclaje de materiales emprendido por Nicholas; el piano era un objeto de utilería de una vieja película, guardado por años en el garaje de su abuela, hasta que el chico decide encenderlo en llamas y luego incrustarlo en medio de Bahía Vizcaína.
Lo que pudo haber terminado como una tontería adolescente se convierte en un gesto admirado, todo gracias a esa cierta lucidez que acompañó a Nicholas y a sus amigos en medio de su locura. La acción logra funcionar porque, a la vez que concretan lo que querían, consiguen cuidar lo que los rodea. No se deja el piano en el banco de arena como un desecho, como una basura; en cambio, se instala adecuadamente, se incrusta con firmeza en el punto más alto del banco de arena y, sobre todo, se escoge estratégicamente el banco de arena para la instalación, de tal modo que no interfiriera en las rutas de los barcos ni pudiera hacerle daño a alguna forma de vida del hábitat afectado. Al pensar cómo resonar estéticamente con el medio ambiente también se alcanza a pensar cómo no perjudicar la vida alrededor, la única manera de propiciar que la intervención se desarrolle efectiva y fluidamente.
Quizás lo único que hizo falta fue anticiparse mejor a las consecuencias: al grabar lo que hicieron y al haberlo divulgado, abrieron la posibilidad de meterse en problemas con la ley. Hace falta pensar todo lo que hace falta pensar: anticiparse a las consecuencias que podrían desencadenarse. Ahora, sin embargo, tiene en sus manos la prueba grabada de haberlo hecho, la cual puede anexar en su currículo para aspirar al ingreso de la escuela de Arte de sus sueños. La travesura se puede racionalizar para sacarle el máximo provecho al impasse generado. Rompió la magia, transfigurando la fuerza del acontecimiento en un proyecto artístico. Justamente, el gesto que aquellos que pretenden ser artistas buscan: que el mundo del Arte les transfigure sus lugares comunes en obras de Arte, como decía Danto.
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