¿Qué es la autogestión?


La autogestión es el arte de mantenerse al control de los procesos a través de los cuales se llevan a cabo los intentos que emprendemos. Es una estrategia: un modo de encauzar las acciones y canalizar las fuerzas. La autogestión es una manera de hacer, pero no es cualquiera: lo que la distingue de otras maneras de hacer es la ausencia de cualquier tipo de determinación por parte de autoridad alguna. En realidad, la autogestión ha existido desde la formación de las primeras sociedades humanas, aunque sólo empieza a concebirse y a llamarse así una vez que la Modernidad comienza a desplegarse. Las culturas tántricas y taoístas de Oriente ya lo hacían consciente y sostenidamente varios miles de años antes de nuestra era, generando convivencia y conocimiento entre los grupos sociales sin relaciones de autoridad de por medio. De hecho, las tribus más ancestrales que se extienden desde África y terminan por poblar América y Oceanía se desarrollan todas de un modo autogestionado. La formación simultánea de los Estados y de las religiones en Asia, entre cuatro mil y tres mil años A.C. marca el inicio de una nueva era para las sociedades humanas. Desde Mesopotamia hasta el Valle del Indo, y luego desde Egipto y la China hasta los imperios de América los Estados se propagan por todo el planeta, de la misma manera que el Vedismo y el Hinduismo abren el camino para el surgimiento del Judaísmo y del Islam, además del despliegue del Cristianismo, el cual termina por extenderse a lo largo y ancho de los cinco continentes. La implantación de los Estados y las religiones desplaza la hegemonía de los grupos y las comunidades autogestionadas al imponer codificaciones sociales con las que se trata de determinar las conductas, lo cual afecta profundamente el espíritu autogestionario de los pueblos ancestrales y cambia el juego de la autogestión en los diagramas de relaciones de poder. Desde entonces, en el momento en el que se generaliza la presencia de las autoridades en medio de las formaciones sociales, la autogestión deviene un poder minoritario, a la manera en que Deleuze y Guattari lo entienden: como justo aquello que resulta imposible de erigir como la regla. El despliegue de los sistemas de dominación implica el gobierno de unos por otros, y en ese tipo de diagrama de relaciones de poder la regla que debe seguirse es la impuesta por las autoridades, cualquiera que ellas sean. El desarrollo de las grandes civilizaciones va de la mano del despliegue de los grandes sistemas de dominación, y por consiguiente, la pérdida de control sobre sus propias iniciativas por parte de la mayoría de las vidas.

La formación del capitalismo y la emergencia de la vida moderna implantan un modelo de construcción social en el que la autogestión aparece como una excepción a la regla. Cientos de años bajo regímenes de monarquías despóticas e iglesias opresoras abonaron la tierra con el desequilibrio de relaciones de poder necesarios para el surgimiento de las sociedades de clases en Europa, en las cuales unos pocos se erigen como dueños de unos medios de producción y el resto del pueblo se la pasa trabajando a su servicio. Los procesos de industrialización que a final del siglo XVIII se desencadenan marcan una importante ruptura con los regímenes despóticos orientales y occidentales precedentes, promoviendo los usos de las nuevas tecnologías para la expansión de un sistema de producción en el que unos pocos se benefician, mientras los demás acceden autónomamente a dejarse explotar a cambio de un salario. El capitalismo trae consigo un nuevo régimen de relaciones de poder a partir del despliegue de lo que Michel Foucault llamó Biopolítica: el Poder que, a diferencia de los regímenes antiguos, ya no tiene derecho de muerte sobre las vidas por razones divinas, sino que intenta controlar cada aspecto de la producción de la vida en nombre del Hombre. La biopolítica, precisamente, consiste en la gestión de la vida de las poblaciones por parte de las instituciones del Sistema. Desde que comienza una época en la que las instituciones gestionan los procesos sociales y administran las sociedades, es decir, en el momento en el que la economía se convierte en el modelo para construir la sociedad, el arte de la autogestión deviene casi marginal. El valor de la libre iniciativa sobre el cual se fundamenta el pensamiento de Adam Smith y el espíritu del liberalismo se concreta en la práctica a través de la libre empresa y el libre mercado, los cuales se convierten en los ejes de la construcción social. Las sociedades administradas por la “mano invisible” del mercado concentran las iniciativas de construcción social en las gestiones de las empresas y las corporaciones, incluso en aquellos momentos en los cuales hay más intervención del Estado, pues como muestra Fernand Braudel, a la vez que el capitalismo no podría haberse formado sin el Estado, la principal función del Estado ha sido posibilitar la expansión del capitalismo. Las vidas de la gente en las sociedades capitalistas no se construyen completamente a partir de sus propias iniciativas, sino sobre todo, trabajando para alimentar las iniciativas empresariales dirigidas y usufructuadas por otros pocos.

En el momento en el que más marginadas devienen sus fuerzas nace la necesidad de recuperar la estrategia de la autogestión, de renovar sus tecnologías y de empezar a concebirla. La comuna que entre marzo y mayo de 1871 autogobierna París irrumpe como el acontecimiento que plasma las prácticas anticipadas por el pensamiento libertario de la primera parte del siglo XIX, como el cooperativismo de Robert Owen, el socialismo de Charles Fourier y el mutualismo de Pierre-Joseph Proudhon. La comuna de París recupera el espíritu de la autogestión en las sociedades europeas, que no había sido así de tangible desde la Antigua Grecia y las primeras comunidades cristianas, antes de que el Cristianismo se impusiera como sistema de dominación. La revolución norteamericana y la revolución francesa ya habían logrado desafiar la autoridad de los regímenes monárquicos en nombre de la libertad individual del Hombre, pero la Comuna de París encarna algo más: el intento de mantenerse al control de los procesos que rigen nuestras vidas. Marx ve en aquél acontecimiento el primer caso de una “dictadura del proletariado”, a la vez que Bakunin la considera un ejemplo de “rebelión contra el Estado”. Ambos coinciden en la concepción de una sociedad ideal, en la que sus miembros conviven a través de comunidades autogestionadas, a pesar de la gran diferencia que termina por separarlos. Mientras la sociedad comunista de Marx sólo se alcanza después de la instauración de un Estado gobernado por el proletariado, el anarquismo de Bakunin intenta directamente implantar la autogestión de la vida social sin necesidad de ningún Estado. Sin embargo, comunismo y anarquismo son sólo apenas dos ideologías políticas que intentan plasmar en sus reivindicaciones algo del aire de los tiempos de su época, a la vez que la Comuna de París tan sólo constituye la punta del iceberg de toda una serie de procesos desencadenados desde final del siglo XIX. El germen de la libertad a la manera del liberalismo, es decir, la libertad individual, se trata de llevar más lejos por un nuevo tipo de pensamiento libertario más radical, tanto en sus vertientes más individualistas como las más colectivistas, al mismo tiempo que comienza a desplegarse minoritariamente por Occidente un espíritu de insumisión frente a las autoridades establecidas y una necesidad, después de tantos siglos de opresión monárquica y eclesiástica, no sólo de aspirar a controlar el destino de su vida como el pensamiento liberal profesa, sino directamente de intentar ponerse al control de los procesos a partir de los cuales se construye la vida cotidiana.

La palabra autogestión, como muestra el historiador Frank Mintz, entra en el vocabulario occidental a través del ruso pues desde hace siglos, incluso antes del despliegue del capitalismo, la palabra "samoupravlenie", autogestión o gestión autonoma, se encuentra presente y activa en las lenguas eslavas. A través de la gestión autónoma las comunidades de provincia rusas hacían sus vidas sostenibles en medio del abandono de los poderes feudales y la aristocracia; gracias a esa tradición los primeros soviets, las asambleas que plantan el germen de la revolución rusa al menos entre 1905 y 1917, lograron funcionar autogestionadamente, siguiendo el ejemplo del mir, la comunidad rural, a pesar de que ya para 1918 los bolcheviques habían convertido los soviets en instrumentos de partido centralizados, jerárquicos y burocráticos. Mikhail Bakunin lleva hasta el resto de Occidente la palabra autogestión a través de la traducción de sus escritos, y ya desde comienzos del siglo XX el término ha entrado en el vocabulario de las organizaciones sindicales de varios países de Europa. El colectivismo de las tradiciones rusas volvió a plasmarse a través de las comunidades agrarias autogestionadas surgidas de los movimientos insurreccionales que se desencadenan entre 1918 y 1921 en Ucrania, como respuesta al despotismo y a la voluntad de dominio ejercida por los bolcheviques. Las décadas de 1920 y 1930 originan los movimientos fascistas sistematizados en Occidente, como el nazismo o el estalinismo, los cuales hacen aún más difíciles las condiciones para el despliegue de la autogestión en la vida moderna. Pero en la España de 1936 se logra aprovechar el vacío de poder que queda tras un fallido golpe de Estado militar para desplegar la experiencia de autogestión más plena y consistente del siglo XX. Desde ese año y hasta la victoria de Franco y la implantación de su dictadura en 1939 se logra poner la mayor parte de la economía española bajo el control de los trabajadores organizados por los sindicatos, dirigiendo las fábricas por medio de comités y asambleas, colectivizando los medios de producción en altos porcentajes, e incluso formando comunas libertarias a partir de las áreas agrícolas de gran parte de las regiones de Aragón o Andalucía. En Cataluña se llegó a sostener la colectivización de al menos tres cuartas partes de la industria, plasmando de modo concreto la actualización de las tradiciones rurales autogestionarias a través de las tecnologías industriales modernas. La serie de acontecimientos que de París en 1871, a Rusia en 1905, y a España en 1936 trazan la emergencia y la configuración de la autogestión como una práctica moderna se cierra con la experiencia de Yugoslavia en 1950, cuando tras haber roto sus relaciones con la Unión Soviética el gobierno socialista declara y promueve la implementación de la autogestión a la vez que reduce el control del Estado sobre la economía. Durante dos décadas se mantiene la primacía de la economía autogestionada, sosteniendo altos índices de empleo y de educación, al menos hasta las crisis petroleras de la década de 1970.

La serie de acontecimientos popularizados bajo el nombre de Mayo del 68 marcan el desplazamiento de la práctica de la autogestión moderna a la autogestión contemporánea. Tras más de un siglo de formación, la autogestión obrera termina por transformarse en una estrategia al alcance de todas las capas de la población gracias al entrecruzamiento de diversas culturas y contraculturas emergentes. La autogestión comienza a expandirse en medio de las sociedades del capitalismo postindustrial a través de las luchas de las minorías: los derechos civiles de los negros, las reivindicaciones feministas, la concientización de los primeros grupos ecologistas, los movimientos estudiantiles universitarios, la liberación sexual, las artes urbanas, los medios de comunicación alternativos, los grupos de experimentación sensorial y expansión de conciencia, la psicodelia, el rock, los festivales al aire libre inspirados en Woodstock, los hippies y los clanes contestatarios. La afirmación de la diferencia que cada experiencia singular produce termina por generar una red de interrelaciones que, mezclando la actualidad occidental y muchas tradiciones ancestrales de Oriente, abren el camino para la proliferación de estilos de vida alternativos y la emergencia de modos de vida heterogéneos a final del siglo XX. La práctica de la autogestión penetra hasta instancias inéditas de la vida cotidiana en ámbitos insospechados, más allá de las propias codificaciones de las ideologías revolucionarias que ayudan a promoverla, sin la voluntad de gobierno de la Comuna de París, sin la pretensión totalizante de la revolución en Rusia, sin la conducción sindical de la Guerra Civil en España y sin la cogestión del Estado en Yugoslavia. En lugar de utopías de sociedades ideales autogestionadas las minorías de la vida contemporánea se han lanzado a transformar los aspectos cotidianos y los procesos vitales que más urgentes resultan, y para ello han hecho un uso estratégico de la autogestión. En lugar de estar esperando una revolución han preferido devenir revolucionarios, usando los términos de Deleuze y Guattari. Precisamente es la micropolítica del deseo, tal como la piensan Gilles Deleuze y Félix Guattari, la que mejor explica el cambio de dimensión que cruza la práctica de la autogestión a finales del siglo XX. De la macrovisibilidad y la segmentaridad dura de los partidos políticos, los sindicatos, las asambleas, las políticas de Estado y, en general, la totalidad del orden social en su conjunto, la autogestión pasó a llevarse a la práctica en medio de la segmentaridad flexible y los procesos de desterritorialización en los estilos de vida, la producción de subjetividad, las subculturas, las formas de expresión, el uso de los deseos y los placeres en un planeta cada vez más mezclado.

La experiencia contemporánea de la autogestión cruza un segundo umbral de inmersión comenzando la década de 1980, tras el surgimiento del movimiento punk. Con la avalancha de agrupaciones autogestionadas de punk rock, principalmente en Estados Unidos, se abre paso a la formación de una inmensa red de circuitos independientes de producción y circulación de artes diversas, una red que no para de crecer hasta nuestros días. Por primera vez en siglos, desde que el Arte se erige como campo social específico, los circuitos independientes logran sobrevivir a la inmediatez efímera de las acciones contra el Sistema, lo que nunca consiguen mantener las vanguardias artísticas. Desde las últimas dos décadas del siglo XX los circuitos independientes se hacen autosostenibles. Se aprende, se prueba y se difunde, no sólo cómo gestionar nuestros proyectos y nuestros intentos sin depender de las instituciones, sino también cómo mantenerse, afianzarse y consolidarse en medio de circuitos alternativos, e incluso, crecer como nunca antes alcanzó a pensarse. Las agrupaciones musicales impulsan la creación de sellos discográficos independientes, a través de los cuales se genera una nueva red underground de producción y reproducción de expresiones fugadas al sistema de las grandes multinacionales y de la cultura mainstream. Los circuitos subterráneos de distribución de discos y montaje de conciertos hacen que la música independiente se convierta en el contra modelo más efectivo para todas las demás artes en fuga del mundo del Arte y de las industrias culturales. Las líneas de fuga encuentran la manera de reterritorializarse en nuevas tierras, por pueblos nuevos: subculturas, tribus urbanas y estilos de vida inéditos surgen ilimitadamente. El arte de la autogestión se despliega como nunca antes en el sistema de vida moderno gracias a la emergencia de la cultura punk, porque a partir de ahí, no sólo se configura un modus operandi para la autogestión de las iniciativas, sino que se afianza una ética que no ha parado de consolidarse en las décadas siguientes; el punk, más que ninguna otra cultura, promueve el espíritu de hazlo tú mismo que anima el arte de la autogestión. La oposición binaria entre lo profesional y lo amateur se desvanece en medio de las experiencias del hazlo tú mismo, que de las agrupaciones musicales pronto salta al diseño gráfico, a la poesía y la literatura, al diseño de modas y la danza, al documental y el video, y así hasta nuestros días, en los que lo ha inundado todo. El espíritu de autogestión y la ética del hazlo tú mismo que con el punk se desencadena logra infiltrar hasta las artes de habitar y la creación de otros modos de vida, desatando el estallido de las culturas del squatting y los centros sociales okupas que cada vez proliferan más hoy en las urbes y las megalópolis.

El tercer umbral de penetración de la autogestión dentro de la vida contemporánea se atraviesa en los primeros años del siglo XXI, gracias a la creciente facilidad de acceso a las nuevas tecnologías de la información, la expansión de Internet y la World Wide Web, y la rápida popularización de las redes sociales. Es en este momento histórico que se globaliza la necesidad vital de expresión, una condición de la hipermodernidad. La demanda generalizada de expresión artística encuentra sus condiciones óptimas de realización a partir de las tecnologías de lo virtual y su uso continuo en la producción de los actuales modos de vida en tiempos de Globalización y el régimen biopolítico de las sociedades de control, tal como las anticipan Foucault y Deleuze. Las industrias culturales entran en crisis en tiempos de capitalismo postindustrial e informacional, justo en tiempos de lo que Manuel Castells llama la “Era de la información”. La oposición entre emisores y receptores, el binarismo entre creadores y espectadores se diluye día a día en medio de la cultura globalizada, en la que no sólo se genera un exceso de artistas entre la población, sino que además se promueve la expresión en todas las capas, los ámbitos y los sectores de la vida social. Hoy cualquiera hace fotografías y se las envía desde su móvil a sus amigos, escribe en un blog y se conecta glocalmente con gente de las más diversas partes del planeta, hace un video y lo comparte con millones de personas en You Tube, fusiona la electrónica con la música folklórica de su país y la convierte en descarga gratis en la web. Los mundos paralelos al mundo oficial del Arte y a la cultura de masas de las industrias culturales que nacen a final del siglo XX con la red de circuitos independientes y alternativos generados se vuelven cercanos y accesibles en las vidas del siglo XXI debido a las nuevas tecnologías de la comunicación; ahora podemos viajar a esos mundos día tras día, a través de Internet, desde nuestra propia casa. Los circuitos de artes independientes y alternativos se hacen transnacionales, lo que ayuda a sostenerlos a la vez que a absorberlos. Tras la captura de la música y las estéticas alternativas en la década de 1990 por parte de la industria discográfica la cultura globalizada termina por capturar el espíritu indie una vez lo logra transformar en el pop del nuevo milenio. La independencia y los circuitos independientes se convierten en el nuevo bastión del sistema del Arte, en tiempos en los que las industrias culturales entran en crisis. El declive de la industria de la música anticipa la caída de la dictadura de todas las industrias culturales soportada por más de un siglo. De la misma manera, la oposición binaria entre Arte y Cultura pierde sentido en la vida diaria de las multitudes; sólo el mundo del Arte lucha por mantener viva esa diferencia, así que no le queda más que simularla, como hace ver Baudrillard. Ya no se puede hablar propiamente de cultura de masas en tiempos de redes sociales; la oposición entre mainstream y underground se vuelve obsoleta en medio de la gran multiplicidad de redes sociales, de culturas entremezcladas y proliferación de circuitos interdependientes que oscilan continuamente entre los polos de las contraculturas y las culturas dominantes. La autogestión, al mismo tiempo que posibilita cada vez más la creación de líneas de fuga con respecto a la cultura global hegemónica, se convierte en una opción útil a explotar por parte del mismo sistema capitalista.

En el siglo XXI la autogestión es pura actualidad: constituye un acontecimiento. Lo que hoy pasa es que la autogestión acontece: es decir, está más allá de las intenciones de las vidas en juego, atraviesa las actuales realidades sociales, se quiera o no. La autogestión ahora ya no es cuestión de ideologías: es un signo de los tiempos de la globalización. De hecho, se puede ver cómo el sistema de vida global tiende cada vez más hacia la autogestión. Lo prueban todo tipo de experiencias dentro del espectro de la vida contemporánea, desde la relevancia que ha cobrado la autoorganización en la Teoría de Sistemas aplicada a la física, la química, la biología, las matemáticas y la cibernética hasta la inquietud por la autogobernanza que los sectores más liberales de las instituciones políticas y económicas del sistema global profesan. Las instancias de autodeterminación cada vez se hacen más pertinentes en cualquier proceso de la vida social, justo en una época en la que la ciencia ayuda a ver que el cerebro funciona como un sistema heterárquico. Y en medio de ese aire de los tiempos la autogestión deviene habitual, en la vida comunitaria a través de las eco-villas igual que en la gestión ultra-flexibilizada del capital y de las empresas de la era de la información, como la autogestión de negocios promovida y puesta en práctica por Motorola con sus propios empleados. La autogestión empieza a conceptualizarse en la Teoría Organizacional al servicio del capitalismo a partir de la década de 1980, cuando desde la disciplina de la Administración de Empresas se buscan estrategias para la optimización de los procesos laborales que difieran de las jerarquías inflexibles del capitalismo tradicional. Poniendo en práctica los valores postfordistas de flexibilización y autocontrol, la Teoría Organizacional del capitalismo informacional incluye la autogestión dentro de sus prácticas debido a la necesidad de las empresas, después de las crisis económicas de la década de 1970, de seguir manteniéndose competitivas. No por nada uno de los primeros escritos al respecto, publicado en el American Journal of Small Business en 1983, se titulaba: Autogestión: ¿Una clave para la supervivencia en los negocios? Pronto la autogestión se expande en el mundo de la administración de empresas, apareciendo en la teoría y funcionando en las empresas más liberalizadas como una opción para solucionar problemas relativos al compromiso de los trabajadores con sus cargos. Se promueve la autogestión en las corporaciones para explotar las propias iniciativas de los empleados, y de este modo se flexibilizan los procesos y se permite la autodeterminación de los cálculos, metas y pruebas, el automonitoreo, la autoevaluación, e incluso la autodeterminación de los premios y los castigos merecidos ante los resultados conseguidos. “Así el capital ha podido imponer flexibilidad laboral y movilidad espacial”, como sintetizan Michel Hardt y Antonio Negri en Imperio. Desde la mitad del siglo XX el capitalismo no ha parado de flexibilizar sus procesos, al mismo tiempo que se efectúa el desplazamiento de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control. En la Administración de Empresas, una disciplina contemporánea, el management aparece como uno de sus problemas centrales. El padre del management como disciplina específica, Peter Drucker, comienza hablando del concepto de corporación en la década de 1940, introduce el concepto de management en la década de 1960 mientras habla de las sociedades de conocimiento, y termina hablando en el 2000 de selfmanagement y automanagement en las sociedades post-capitalistas. Así, la libre iniciativa que constituye la esencia del capitalismo cada vez se canaliza más a través de procesos de autogestión.

La flexibilización de los procesos es la única manera en que el capitalismo es capaz de mantener su legitimidad en el siglo XXI. Como acertadamente describen los consultores estrellas del capitalismo creativo del nuevo milenio, Creationstep Inc., “Desde los tiempos de Adam Smith y los comienzos del capitalismo el abismo entre trabajo y vida se ha incrementado” (…) Esto ha crecido hasta convertirse en una obvia incongruencia y en una molestia por parte de muchos ciudadanos del siglo XXI que no quieren más ser los esclavos de los dueños de los negocios”. El capitalismo hace uso de la autogestión para continuar expandiéndose en el nuevo milenio, de un modo en el que se maximiza la autonomía de cada trabajador individual para conseguir mejores resultados. Así, por ejemplo, Creationstep Inc. recomienda los grupos de trabajo autogestionable en las actuales empresas, grupos de trabajadores que asuman retos sin la supervisión continua de jefes. Los modos de hacer de las organizaciones en el capitalismo tardío cada vez se basan más en una autonomía responsable, tal como la caracteriza Gerard Fairtlough, distinguida de la jerarquía y de la heterarquía en su teoría acerca de Las tres maneras de hacer las cosas. “En su mayor parte, sus argumentos están basados en el aprendizaje organizacional, en la eficiencia y la efectividad, en el éxito en la consecución de propósitos organizacionales, incluido el aumento de las ganancias”. La autonomía responsable, concebida por Kant desde la fundación misma del sistema de vida moderno, termina exprimiéndose al máximo por el propio capitalismo, como una clave para generar mayores ganancias. Los grupos de trabajo autogestionable y la autonomía responsable implican la solidaridad de los involucrados, pero los dividendos y las ganancias aún están controladas por los dueños de las empresas. Las crisis globalizadas del siglo XXI cada vez le abren más paso a flexibilizaciones laborales de este estilo, que no se generan en beneficio de los trabajadores sino de los dueños de los negocios para quienes trabajan. La autogestión así se usa por el capital para mantener lo que Foucault describe como “el gobierno de unos por otros”. Como explican Hardt y Negri, “este proceso de debilitamiento de las resistencias y las rigideces de la fuerza de trabajo se ha vuelto un proceso completamente político orientado hacia la forma de administración que maximiza el beneficio económico”. Así, en el Imperio del capital “la política imperial de trabajo está diseñada principalmente para bajar el precio del trabajo”. Hasta la misma autogestión, al menos técnicamente, puede usarse por el Sistema para explotar más a su gente.

La autogestión constituye una estrategia que puede usarse tanto para el reforzamiento del sistema de vida del capitalismo global como para fugarse de él mismo. Así como los modos de vida más integrados hablan de autogestión en los negocios, también los modos de vida más radicalmente fugados de la normalidad, como los transexuales, hablan de la autogestión de los cuerpos y deseos. Por eso en el siglo XXI no se puede juzgar ni reducir la autogestión a ningún tipo de valoración maniquea; no es cuestión de juicios de valor, como si por un lado la gestión de las organizaciones fuera el feudo de los malos y los que autogestionan sus iniciativas fueran los buenos. No hay buenos ni malos alineados en este caso, porque la autogestión no es buena ni es mala por naturaleza: todo depende de las circunstancias. Tanto el sistema capitalista como los modos de vida emergentes se hacen realidad a sí mismos hoy a través de la autogestión, y más allá de cualquier extremo, la multiplicidad entera de estilos de vida en medio se ve cada vez más involucrada con sus afectos y sus puestas en práctica; entonces, la autogestión es un modo de hacer o de proceder que se puede ejercer desde diversas perspectivas vitales. De cualquier manera, la autogestión más plena es la que se encarna en la vida cotidiana a través de la ética del hazlo tú mismo, pues sólo así es posible íntegramente mantenerse al control de los procesos trazados por nuestros intentos. Después de todo, la autodeterminación en las experiencias de la autogestión capitalista sólo llega, realmente, hasta la autodeterminación de los abordajes en las funciones asignadas, las funciones de unos cargos determinados a conveniencia por los dueños de las empresas.

Emprender el arte de la autogestión implica ejercer un control absoluto sobre nuestros intentos, siempre conscientes de que el azar es inevitable. Así que, en realidad, todo depende del espíritu con el que se pone en práctica ese modo de hacer llamado autogestión. En realidad, lo que distingue la técnica capitalista de la autogestión del arte de la autogestión ejercido por los modos de vida emergentes, es la manera en la que se piensa el uso de la libertad que se pone en práctica. Ese “pensar el uso de nuestra libertad” es lo que Foucault precisamente llama ética. Efectivamente, el arte de la autogestión es una cuestión de ética. No sólo es una cuestión acerca del alcance de la libertad individual, sino acerca de cómo vivir nuestra vida y cómo estar juntos. Lo que hace del arte de la autogestión una práctica heterogénea con respecto al sistema de vida hoy es, más allá de una mayor libertad ejercida, la manera en que se canaliza y se distribuye el poder. La ética del hazlo tú mismo que constituye el espíritu mismo del arte de la autogestión se fuga directamente tomando distancia del individualismo y el egoísmo que por naturaleza definen el espíritu capitalista. La competencia y el beneficio personal no son valores centrales, mientras la solidaridad y el beneficio común se ejercen constante e intrínsecamente a sus experiencias. Técnicamente, la autogestión puede ser capturada y usada por el capital, pero cuando se ejerce plenamente vivida desde la ética solidaria del hazlo tú mismo su espíritu se hace incapturable, al desplegar valores absolutamente incompatibles con el egocentrismo individualista del Sistema.

De cualquier manera, la autogestión no es una idea redentora ni emancipadora, a pesar de su naturaleza libertaria. Las circunstancias históricas del siglo XXI hacen que ya no resulte ni redentora ni emancipadora, si es que en realidad alguna vez llegó a serlo. Hacia los años de la década de 1970, justo cuando la palabra comenzaba a emerger en el ámbito de la Teoría de las Organizaciones y la Administración de Empresas, la llamada “autogestión obrera” sufrió un boom sin precedentes en los círculos del pensamiento ácrata y libertario, precisamente, como efecto del impacto de Mayo del 68 y como ambiente de fondo del aire de los tiempos que darían pie al surgimiento de la música punk y las expresiones del anarcopunk más políticamente conscientes. En esos años la bibliografía acerca y en torno a la autogestión se infló como la espuma, a través de un bombardeo de publicaciones ideologizadas que intentaron convertir dicha práctica en una especie de receta mágica para curar todos los problemas. Textos como los de Cornelio, Arcadi o Arvon, entre muchos otros (en realidad, casi todos los libros sobre autogestión de aquella época) construyen un concepto de autogestión opuesto e incompatible, de hecho, casi antitético frente al capitalismo. Al darse cuenta que las disciplinas de conocimiento del sistema capitalista empiezan a hacer uso también de la palabra autogestión (con el primer boom simultáneo de publicaciones al respecto, pero desde la perspectiva de los negocios), se construye un discurso y un concepto de autogestión como autogestión obrera, la nueva bandera enarbolada por el pensamiento más ideologizado. Se deposita en la autogestión obrera una especie de esperanza, pero sobre todo, se depositan demasiadas expectativas sobre ella. ¡Autogestión Ahora!, el clásico del catalán J. Ll. Marugan-Coca llega, a vislumbrar la autogestión como un nuevo estadio de la Humanidad, no sólo a partir del cual se supera dialécticamente al capitalismo, sino a través del cual el Hombre se realiza plenamente. Tras la caída del muro de Berlín y la expansión global del capitalismo en las décadas siguientes, la ilusión en la autogestión obrera termina por disiparse, y su idealización termina por disolverse en medio de las experiencias reales y concretas de autogestión que en estos años emergen alrededor del planeta, entrando en contravía con la versión ideologizada de antaño y reconfigurando por completo a través de la práctica su actual conceptualización.

No se liquida el sistema capitalista ni sus estructuras al comenzar el siglo XXI, tal como los ideólogos del comunismo y el anarquismo creían que resultaba necesario para verla emerger, y la autogestión ya se ha vuelto una práctica habitual de la vida contemporánea. Lejos de ser un valor incompatible, la autogestión se adapta perfectamente a los valores del Sistema. El clásico de los negocios de Ferdinand F. Mauser Vender: una aproximación desde la autogestión, del año 1977, anticipa con su título el uso pragmático que el sistema capitalista empieza a hacer del gran poder de la autogestión al momento de reproducir la red de valores y prácticas dominantes de la cultura globalizada. Resulta revelador darse cuenta cómo el gobierno socialista cubano se vuelca a flexibilizar y promover las alternativas de empleo conocidas bajo el régimen como “Trabajo por cuenta propia” en el año 2011, justo cuando la inserción de la isla en los mercados capitalistas empieza a volverse una realidad palpable. La diferencia, en el siglo XXI, ya no se encuentra en la oposición entre autogestión capitalista y autogestión obrera o control obrero, como llegó en su momento a llamarse. Esa diferencia sustancial, la que los más agudos investigadores acerca de la historia de la autogestión en el siglo XIX y el siglo XX como Dolgoff, Mintz, Bookchin o Souchy ayudan a hacer visible, ha terminado por disiparse en los estados de cosas vividos en el milenio que llega. La autogestión ya no es capitalista ni obrera, porque ese binarismo también se rompe en una época en la que, como muestran Hardt y Negri, ya no hay afuera en el planeta Tierra al sistema capitalista, o mejor, el afuera se halla desde adentro del mismo Sistema. Se usa tanto para fugarse del Sistema como para mantener su hegemonía. Hoy la autogestión es sistémica: es una práctica constitutiva de las sociedades de control que conforman el sistema global.

La autogestión nace como una práctica moderna gracias al impulso de los movimientos políticos más libertarios y termina por convertirse en una experiencia correlativa a las sociedades contemporáneas debido al impulso de las artes. La música influye en los modos de hacer y de practicar las demás artes, y a su vez éstas terminan por influir en todos los espectros de la vida social, de hecho, renovando y transformando hasta el mismo arte de hacer política. En tiempos de globalización el concepto de autogestión no sólo se hace pertinente, sino habitual y frecuente. La autogestión sólo puede problematizarse y practicarse tan conscientemente en tiempos como los del capitalismo global, porque sólo hasta que la biopolítica flexibiliza las relaciones sociales e intensifica los deseos de libertad individual el Sistema logra asimilarla y ponerla a su servicio. La autogestión se opone por naturaleza a la disciplina de la fábrica, tal como Samuel Dolgoff ayuda a hacerlo ver en Los colectivos anarquistas, pues la autogestión es incompatible con cualquiera de las instituciones disciplinarias de las que habla Foucault, desde la cárcel hasta la escuela. Sin embargo, la autogestión resulta absolutamente compatible con la flexibilidad de las sociedades de control y su promoción sistémica de la autonomía. El potencial libertario de la autogestión aún es inmenso, pero bajo regímenes de la información la autogestión más libertaria ya no es obrera, pues tal como lo muestra Manuel Castells, gracias a las nuevas tecnologías de la información cualquiera está en capacidad de producir conocimiento, justamente en donde reside la clave hoy del capital, y por lo tanto, ya no hay una separación absoluta entre unos dueños de los medios de producción y unos trabajadores asalariados. Como las realidades glocales y globales lo dejan ver, la autogestión en el siglo XXI ya no es ni idealista, ni normativa, ni obrera. Hace falta pensar el concepto de autogestión que pueda resonar con la vida en el nuevo milenio. Lo que no hace ninguna falta ya es una teoría de la autogestión. Como Foucault y Deleuze bien lo cuentan, ya no vale la pena realizar una separación entre teoría y práctica. Sin pretensión de verdad ni totalidad, la fundamentación conceptual se revela abiertamente como una práctica, como una perspectiva subjetiva, como algo construido, pero no por ello, menos real o útil. Hace falta pensar, por puros motivos prácticos, un concepto útil de autogestión para el siglo XXI, pero sin teoría. Después de todo, la autogestión se ha reconceptualizado ella misma a través de su puesta en práctica: cada uno de los intentos individuales y colectivos que desde la década de 1970 han emergido y juntos han contribuido a la reconfiguración del concepto de autogestión han sido llevado a cabo sin la necesidad de ningún tipo de teoría. Así se transformó la autogestión, pasando de una bandera ideológica a convertirse, no sólo en una técnica de organización, sino en una ética alternativa: en medio de la pura práctica, sin basarse en ninguna teoría.

Hoy el concepto de autogestión se enuncia a través de una definición así: la autogestión es el arte de mantenerse al control de los procesos a través de los cuales se llevan a cabo los intentos que emprendemos. Hay tres componentes en este concepto: control, procesos e intento, y tres “zonas de indiscernibilidad” pueden llegar a detectarse entre ellos, zonas en las que ya no puede distinguirse un componente de otro, como de las que hablan Deleuze y Guattari en cuanto al arte de elaborar conceptos y la clave de su consistencia. La primera zona de indiscernibilidad se ve entre control y procesos; la proposición que la enuncia es: el control de los intentos pasa por el control de todos sus procesos. La segunda zona se halla entre procesos e intento, y se formula así: los procesos constituyen el intento. La tercera zona de indiscernibilidad se encuentra entre control e intento y se puede enunciar así: el intento es tratar de mantenernos al control de los procesos que generamos. En la correlación entre estas tres proposiciones, precisamente, se halla la consistencia del concepto de autogestión. Por eso el concepto “técnico” de autogestión resulta tan poco consistente, a pesar de lo útil que le resulta; porque no hay consistencia entre la correlación de sus componentes. La autogestión del capital no se piensa en términos de intentos, sino de proyectos, sometida a la racionalidad de la consecución de metas determinadas. Esas metas vienen predeterminadas y son impuestas desde arriba por algún tipo de autoridad. Debido a esto, el control que se ejerce no va mucho más lejos de un autocontrol subordinado en última instancia a un poder superior, así la libertad resulta limitada. La plenitud de la autodeterminación se consigue a través del arte de la autogestión libre por completo de relaciones de autoridad de por medio, justamente, en aquellas experiencias de la vida cotidiana en las que la concepción de la autogestión resulta más consistente.

Más allá de su definición técnica, más allá de ser concebida como principio organizativo, la autogestión constituye una fuerza positiva, tal como la vislumbra Jean Bancal, correlativa a la fuerza negativa del rechazo a los sistemas de autoridad. La autogestión es voluntad de poder, al estilo de Nietzsche, pero en su dimensión más vitalista. Es un modo de hacer, en su sentido más amplio, a la manera en que Foucault nos invita a pensar las prácticas, pero en su significado más concreto se entiende como un arte, como el cultivo de la práctica que posibilita realizar nuestros deseos sin dependencias. Actualmente el concepto de autogestión es útil para darle consistencia al pensamiento, alimentando las sensibilidades de los modos de vida emergentes del siglo XXI. Sin embargo, las fuerzas de la autogestión se vienen encarnando desde hace tiempo, más allá de la consistencia de su concepción. De hecho, y durante mucho tiempo, en diversas partes alrededor del planeta se han vivido experiencias de autogestión, concibiéndola instintivamente, sin que nadie antes hubiera enseñado el concepto. Responder en qué consiste la autogestión es una cuestión pertinente en el nuevo milenio, cuando las iniciativas individuales y colectivas cada vez más se emprenden y se concretan autónomamente libre de autoridades, sin depender de las subvenciones de las administraciones públicas, porque prácticamente ya no existen, y también sin someterse a los dictámenes de las corporaciones, no sólo porque no están en capacidad de ofrecerle trabajo a todos, sino de hecho, porque ya no todos quieren hacer su vida regidos por la lógica empresarial. El mismo Peter Drucker era consciente en su visión acerca de las sociedades post-capitalistas de que los trabajadores en estos tiempos cada vez estarán menos necesitados de las instituciones empresariales. Las vidas que se tejen en medio de las experiencias actuales de los modos de vida emergentes son conscientes de su necesidad de autogestionar muchas de sus iniciativas, y a la vez, del poder que puede compartirse a través de su puesta en práctica. El arte de la autogestión, la práctica libertaria de la autogestión desde la ética solidaria del hazlo tú mismo, se ejerce cada vez más como la estrategia para poder llevar a cabo nuestras estrategias, y sobre todo, como una ética adecuada al momento de intentar realizar lo que deseamos.



Bibliografía


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Acerca del aire de los tiempos:
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Acerca de la pertinencia de dejar de separar teoría y práctica para pasar a la acción:
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Acerca de qué es una experiencia:
Michel Foucault, Historia de la sexualidad volumen II: El uso de los placeres. Siglo XXI, México, 1986.





La pertinencia de la autogestión y la urgencia del arte en medio de las crisis



En medio de las crisis económicas y medioambientales de las sociedades globalizadas la autogestión se convierte, cada vez más, en una estrategia no sólo pertinente sino necesaria al momento de emprender intentos y llevar a cabo iniciativas, individuales o colectivas. Cuando las condiciones sociales se tornan adversas debido a la escasez de recursos naturales y la falta de recursos económicos, el recorte de las subvenciones por parte de las administraciones estatales y el despotismo de las corporaciones, la autogestión deja de ser la praxis exclusiva de minorías contestatarias para volverse la opción vital de las multitudes. Después de haberse mantenido en los márgenes de la vida social durante más de dos siglos, subordinada al modelo capitalista de la gestión empresarial y la administración gubernamental, la autogestión se despliega alrededor del planeta como un nuevo estado de cosas de las sociedades humanas comenzando el siglo XXI. El sistema capitalista mismo se ve obligado a incorporar la autogestión dentro de sus procesos para poder seguir adelante con su proyecto de expansión global, tratando de volver sistémicos sus efectos. Pero los alcances de la autogestión desbordan el sistema de vida global impuesto, manteniendo la irradiación de sus poderes minoritarios sobre las multitudes, jugando un papel crucial en la construcción de otros modos y otras formas de vida. A través de la autogestión de iniciativas se propicia la renovación de los tejidos sociales y la canalización de las fuerzas más vitales de la existencia, incluyendo las fuerzas del arte.

La autogestión del arte es una de las estrategias definitivas del nuevo milenio. De hecho, constituye una estrategia para desarrollar estrategias, ya que el arte recupera también en estos tiempos su naturaleza estratégica ancestral. Ahora que comienza a agotarse el mega relato del Arte instaurado con la Modernidad, la concepción del Arte como un campo especializado de la sociedad separado del resto de la cultura y su experimentación como una cuestión de objetos, de obras y de cosas, la naturaleza original del arte aflora una vez más: el arte como una manera de hacer, como una cuestión de práctica, el arte como verbo y no como sustantivo; la concepción y la experimentación del arte primordialmente como fuerza, más allá de la acción sobre la forma. El arte en el nuevo milenio, al igual que en los milenios ancestrales, funciona en las sociedades y se vive por las vidas como una “puesta en práctica”; aquello que Michel Foucault denominaba el ámbito de las estrategias, una acción sobre las acciones, un ejercicio, un despliegue y contacto entre relaciones de poder. La hipermodernidad de las sociedades globalizadas ha extendido los alcances del arte hasta las instancias más profundas de los procesos de subjetividad, haciendo del arte, quizás como nunca antes, la expresión de una necesidad vital generalizada. El arte se ha convertido en la nueva estrategia del Sistema para la producción biopolítica de la vida: ahora las vidas se moldean plásticamente a sí mismas a través de estilos de vida integrados al sistema capitalista global. “La estilización de las actitudes vitales”, utilizando los términos de Foucault, no sólo constituye la tecnología del yo privilegiada de nuestra época, sino que de hecho constituye la macro estrategia biopolítica para el mantenimiento y la expansión del sistema de vida a través de la globalización de una "estética de la existencia".

Hacerse a sí mismo se vuelve la naturaleza humana de las culturas globalizadas, incluso desde la perspectiva de las observaciones científicas. Desde la biología Humberto Maturana y Francisco Varela ayudan a ver la relevancia de la función de "autopoiesis" que caracteriza a los seres vivos: la condición de existencia en la continua producción de sí mismos. Autopoiesis es una palabra que, literalmente, significa autocreación, tal como ocurre con las moléculas de un cuerpo, las cuales "generan con sus interacciones la misma red que las produce". En nuestras sociedades globalizadas la autocreación define la producción de la vida en todas sus posibles dimensiones, desde el plano físico biológico hasta el ámbito microfísico emocional, desde las prácticas económicas hasta los procesos psíquicos, desde las relaciones consigo mismo hasta la forma de hacerse ver e interactuar con los demás. Sin embargo, la continua producción de uno mismo demandada y retroalimentada por el Sistema, a pesar de que se trate de vender como el mayor de los logros humanos, no garantiza necesariamente la experiencia de la plena libertad. No basta con liberarnos para ser libres, como Foucault recuerda. Quizás por eso los modos de vida más libertarios vienen intentando, desde los albores de la Modernidad, y en medio de las sociedades más civilizadas, generar experiencias vitales por fuera de los valores y las prácticas del régimen liberal del sistema capitalista. En medio del régimen neoliberal del capitalismo tardío en el siglo XXI, en el cual la gente libremente se acostumbra a escoger trabajar haciendo oficios que no les llenan la vida, empiezan a volverse cada vez más necesarias las estrategias vitales como el arte. El desempleo masivo, la escasez de recursos y la crisis de las instituciones llevan esa insatisfacción globalizada hasta dimensiones insospechadas hace muy poco tiempo, como la transformación de la concepción, las funciones y los usos del arte en la sociedad. Es entonces cuando adquiere pertinencia el problema de cómo llevar a cabo estratégicamente cada una de nuestras estrategias singulares, las que desplegamos con la práctica de cada arte. Es cuando, al pensar en las estrategias adecuadas para desplegar estrategias, la autogestión, más que crucial, se hace imprescindible.






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