El Arte como narrativa posthistórica



Por más que se hablara hasta la saciedad en las últimas décadas del siglo XX acerca del fin y de la muerte del arte aún no se ha terminado de pensar la muerte del mega relato del Arte como tal, que implicaría una condición de posibilidades absolutamente diferente. Como muestra en sus investigaciones Hans Belting, el concepto de Arte no existía en las sociedades anteriores al siglo XV, como tampoco existía aún el concepto de artista; se producían expresiones de muy diversos tipos, pero no eran consideradas un tipo de producto o actividad separada y elevada por encima de las otras producciones y las otras actividades sociales. Lo elevado eran las fuerzas de lo divino a partir de las cuales tejían su vida. Las investigaciones de Belting y Danto en la década de 1980 contribuyen a recuperar la conciencia de la naturaleza histórica del Arte como relato del proyecto de la Modernidad. Para que exista cultura se necesitan relatos en qué creer. Los relatos son las historias sobre las cuales las vidas depositan su certeza existencial. Son los cuentos que creemos para seguir adelante, son las bases existenciales sobre las cuales se construye la vida, desde las individualidades hasta la sociedad en su conjunto. Los relatos son los mitos a partir de los cuales se construye cultura. Relatos fundacionales, los que explican los orígenes de nuestra cultura. Relatos circunstanciales, los que movilizan las acciones de nuestro presente. O relatos anticipatorios, que influyen en la construcción de nuestros horizontes. Hay relatos para nuestros pasados, relatos para nuestros presentes y relatos acerca de nuestro porvenir. Pero siempre son construidos: son construcciones históricas. El proyecto de la Modernidad, puesto en marcha por las nuevas condiciones materiales de la Revolución Industrial y los valores de La Ilustración, está diseñado con el objetivo de hacer realidad unas ciertas condiciones ideales de existencia. Razón por la cual los relatos sobre los que se construye el propio relato de Modernidad se dedican a la tarea de intentar determinar el porvenir. La determinación del porvenir se llama Futuro. Esa es la estrategia de la Modernidad: romper con el pasado, incluso sacrificar el presente, en nombre de un futuro mejor. El Progreso, entonces, se convierte en el valor insigne de La Modernidad, como la filosofía fundacional moderna de Kant y Hegel plantean; no sólo el género humano se halla en constante progreso, el Progreso mismo sería la manifestación del Espíritu absoluto en la Historia universal. La Modernidad se construye a partir de una visión teleológica de la Historia, se edifica a partir de meta relatos: narrativas que determinan la verdad y el futuro de la Historia.

Para desplegarse, la Modernidad tuvo que concebir paralelamente a su propio desarrollo un relato moderno en torno al arte, que entrara en sintonía con la especialización social de los procesos que el naciente capitalismo impulsaba con la apertura de mercados especializados. El arte se convierte en una actividad específica y en un tipo de producto específico, tras decenas de miles de años de existencia como otra cosa, como una fuerza, como una actitud, como el intento, como un cultivo de las destrezas de una práctica, de cualquier práctica y no de unas prácticas específicas, tal como la Modernidad sistematiza el conjunto de las Bellas Artes del Renacimiento a la Ilustración. Las sociedades europeas van dando forma, lentamente, al concepto de Arte y de artista, entre el siglo XVI y el siglo XVIII, hasta que el aire de los tiempos de la Modernidad llega a convertirse en una realidad vivida a mitad del siglo XIX, cuando las instituciones del mundo del Arte empiezan a establecerse: los museos se expanden, las academias se especializan, el oficio de la crítica de Arte se inserta en las dinámicas de la prensa, las actividades se profesionalizan y los artistas se convierten en profesionales, el mercado especializado del Arte nace y las galerías modernas comienzan a aparecer en las ciudades. Desde ese momento se sistematizan las artes consideradas elevadas. El arte se vuelve Arte gracias a una sistematización de la transfiguración de las expresiones en objetos de una categoría superior, obras de Arte, estrictamente separadas de las artesanías y de otros objetos culturales. Una cantidad inmensa de artes tradicionales, de hecho algunas milenarias, oficialmente serían descartadas como Arte. El Arte sólo es lo bello o lo sublime inventado por el genio humano y avalado y legitimado por los valores eurocéntricos de la Ilustración y la Modernidad.

Aunque hoy poco se habla de ello, es apenas hasta el siglo XIX que el relato del Arte, la creencia de que existen unas cosas llamadas obras de Arte, muy bellas o sublimes, producidas por el genio humano, como parte de un mundo aparte llamado el mundo del Arte, se vuelve una creencia comúnmente aceptada en Europa. Y sólo hasta el siglo XX ese relato logra penetrar el resto de culturas del planeta haciéndose parte integral de las sociedades. A pesar de lo breve de su historia, el Arte se convirtió en el refugio de millones de vidas a lo largo del siglo XX, las vidas en busca de algo sublime que atravesara los espíritus en medio de modos de vida tan rutinarios. El mito moderno del Arte llega a concentrar mucho poder. El Arte termina convertido en el ámbito social más influyente en la transformación de valores, e incluso, en los regímenes de producción que se despliegan después de la Segunda Guerra Mundial. El aire de los tiempos que viene con la experiencia de la Modernidad, eclipsado por el valor del Futuro, desencadena en manos de las vanguardias artísticas una historia sublime llena de acontecimientos, precisamente, animada por un poder de anticipación a los tiempos por venir, incluso cuando en ellas recae la lucha moderna por romper las fronteras que el sistema ha trazado entre el Arte y la vida. Los acontecimientos que genera el Arte anticipan todas las grandes mutaciones por venir en las maneras de concebir y de vivir la vida en el siglo XXI. El Arte termina convertido a final del siglo XX, no sólo ya en un relato más dentro de la red de valores e instituciones fundamentales de la vida moderna, sino en un relato glorificado, un relato mitificado lleno de grandes genios endiosados, un mega relato sin el cual empezaría a carecer de sentido el proyecto mismo de La Humanidad sobre la Tierra.

Los meta relatos se agotan en la segunda mitad del siglo XX como Lyotard nos hace ver en 1979, la misma época en que el naciente movimiento punk en Estados Unidos y en Inglaterra advierte que no hay más futuro. El sistema de vida capitalista se ve obligado a reconfigurarse, no sólo tecnológicamente sino también axiológicamente para poder mantener su hegemonía con la llegada del nuevo milenio. Efectivamente, el sistema de vida global del capitalismo logra volverse realidad en la medida en que, a partir de sus dispositivos, consigue seguir adelante sin un valor central determinante para la Historia. El progreso pierde su lugar central en la conformación de la sociedad, los proyectos teleológicos pierden su acogida, la vida social aprende a prescindir de la tranquilidad de un futuro asegurado que las religiones y luego el exceso de fe en la ciencia llegan a prometer. Los sistemas sociales se programan para trabajar por el Desarrollo más que por una ilusión de Progreso, de la misma manera en que las vidas se acostumbran a vivir un presente sin certezas del futuro. Sin embargo, el mega relato de la Globalización que domina las sociedades en el siglo XXI se teje a partir de otros mega relatos a su vez, igual que la Modernidad se formó a sí misma a partir de relatos como los de la razón o el progreso. La diferencia, y en esto radica el ajuste posmoderno del Sistema, a la manera de una reactualización del programa moderno, es haber empezado a prescindir de narrativas histórico mandatorias y haber aprendido a ejercer el poder a través de narrativas mandatorias posthistóricas. Ni la Globalización ni ningún otro de sus correlatos contemporáneos funciona como una imagen determinante de la Historia. Ninguno está basado en el Futuro propiamente, por más que se siga mencionando de vez en cuando. El paso de un régimen de valores moderno a un régimen de valores posmoderno se define por el cambio de los meta relatos a los mega relatos; la continuidad entre uno y otro se llama Globalización. La realidad que produce el sistema de vida global es una realidad posthistórica: ya no hay pasado ni futuro que determinen la vida, las sociedades contemporáneas viven en lo que Fredric Jameson llama presente perpetuo. Igualmente, ya no hay meta narrativas que puedan determinar el futuro del Arte, ya no hay verdades acerca de cómo el Arte va a ser o debería ser, lo que justamente el Modernismo y las vanguardias artísticas siempre intentaron hacer. Como plantea Arthur Danto, la realidad contemporánea del Arte es posthistórica: ahora todo es posible en el Arte. Aún así, sería muy ingenuo creer que los relatos maestros han llegado a su fin con la llegada de un nuevo milenio. Sería como creer que la vida se produce espontáneamente, sin ninguna biopolítica o sin ningún Sistema diagramando las relaciones de poder de las formaciones sociales.

El sistema de vida capitalista se hace global, y para ello resultan necesarias las grandes narrativas, comenzando por la Globalización misma como relato maestro. Como los imperios, el sistema global necesita de grandes relatos en los cuales se deposita la fe en las acciones de las instituciones. Después de la era de los meta relatos llega ahora la hegemonía global de los mega relatos. Son mega, porque ahora su alcance es global, planetario. Cinco mega relatos, al menos, conforman el sistema de vida global: la Globalización, la Democracia, el Arte, la Evolución y, aún por supuesto, el mega relato profundo de La Humanidad. La constante repetición y defensa de estos relatos por parte de las instituciones en la primera década del siglo XXI delata la función que cumplen al interior del Sistema. El Sistema no ha parado nunca de hacer uso de los relatos maestros. En La condición posmoderna, a final de los años de 1970, Lyotard, una vez constata la incredulidad generalizada frente a las metanarrativas, se pregunta dónde entonces podría residir la legitimidad del Sistema. En la década de 1990 Lyotard alcanza ya a vislumbrar lo que se deja ver fácilmente en el siglo XXI: nace un cuento que sería el gran relato de sí mismo, después de que los grandes relatos fracasaran. Son las nuevas Moralidades posmodernas: la costumbre del futuro se ha perdido pero La Humanidad seguiría adelante, viviendo de su propio relato. Ahora el sueño de La Humanidad, el que empezó a soñar la Ilustración, se estaría haciendo realidad con la Globalización. El Sistema deja las verdades trascendentales, pero necesita seguir imponiendo verdades, necesita seguir vendiéndoles a las multitudes algo en qué creer. Ahora el relato resulta absolutamente inmanente, como tienen que ser los mega relatos que intenten erigirse, pero más que nunca, ahora el relato resulta universal: la globalización actualiza la inmanencia del mercado universal. Inmanentes pero pretendidamente universales los relatos maestros de la Globalización se consolidan en la primera década del siglo XXI. Entre los millones de relatos glocales sobre los que se construye la ilimitada multiplicidad de estilos de vida, radicalmente diversa entre sí, sólo unos pocos relatos logran aparecer como mega relatos a una escala global. Es fácil ver qué hace de un relato un mega relato fundamental para el sistema de vida global: que nadie dude de ese relato. Que nadie lo cuestione. ¿Quién cuestiona la Globalización, la Democracia, La Humanidad o El Arte? ¿Quién duda de la Evolución comenzando el siglo XXI? Son valores que se hacen ver como naturalezas humanas, naturalezas terrestres incluso. Es como el capitalismo, que hace ya mucho tiempo ha dejado de ser un relato social para convertirse en un puro modo de obrar, en la más pura técnica, en una práctica automatizada, en un conjunto de valores que no se cuestionan sino que sólo se ponen en funcionamiento.

El capitalismo deja de ser un relato ideológico, se universaliza y se vuelve invisible justo en el momento en el que se convierte en el modo de producción planetario, justo desde la caída del muro de Berlín en 1989. Pero para seguir ordenando desde las sombras, el capitalismo usa los pocos grandes mega relatos con los que se intenta mantener dependientes e integradas a las distintas sociedades del planeta. Así, el Sistema necesita que se hable y se visibilice la gloria del Arte, las mejoras de la Democracia, los avances de la Evolución, el bienestar de la Humanidad y las ventajas de la Globalización. Son cinco valores inmaculados, son cinco relatos fundacionales de un nuevo tipo de civilización global que toma la forma política de un Imperio, como nos hacen ver Michael Hardt y Antonio Negri. El Arte cumple una función esencial en el Imperio del capital. Al igual que los otros mega relatos, se erige a sí mismo como un valor universal; los valores con pretensión de universalidad son carnadas emocionales mediante las cuales se busca mantener viva la ilusión de un planeta entero unido, de un único mundo unido, la condición de valores que mejor se ajusta para el mantenimiento de la legitimidad del mercado universal. Pero además, el Arte cumple una función diferente a la de los otros mega relatos, carga con una responsabilidad muy particular: conservar la ilusión de las vidas de trascender, justo en una época en la que las explicaciones trascendentales ya no tienen cabida. Los mega relatos existen como las verdades inmanentes del siglo XXI, sin alusiones a trascendentales en sus explicaciones. Lo que no se ve a primera vista es que los mega relatos, por su propia naturaleza de relatos maestros, son por sí mismos narrativas trascendentes, como todos los grandes relatos, verdades con pretensiones de trascendencia y universalidad. Como esa condición imperial de los mega relatos permanece bajo la sombra, el Arte sigue concentrando mucho poder de sublimación de la energía vital hasta hoy. La vida aprende a hacerse sin certezas de un futuro, pero los vacíos de las vidas no sólo siguen latentes sino cada vez se intensifican más. La sensación de lo sublime es vital para los seres humanos, y quizás para otros seres también lo sea, sobre todo, porque encarna la posibilidad de trascender desde la pura inmanencia, de sentir el infinito aquí y ahora. El deseo de trascender de millones de vidas alrededor del planeta, tras varios milenios de supremacía de valores religiosos, es imposible de erradicar o eliminar en medio de los profundos vacíos existenciales que genera el Sistema. Se supone, por la manera en que el mundo del Arte sigue inflando la simulación del relato, que el Arte cumpliría la función en el siglo XXI de llenar los espíritus, tal como lo hizo en el siglo XX. Pero cada vez sucede menos eso, y es aquí cuando nos encontramos con una de las mayores fallas en el Sistema: el mundo del Arte ya no es capaz de abastecer mayoritariamente a las multitudes, ni del poder de lo bello ni del poder de lo sublime. Las vidas, así, se ven obligadas a explorar otros territorios para poder acceder a experiencias que les llenen el alma.





Bibliografía


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