La concepción del arte como cultivo de una práctica no hace un uso de la palabra cultivo como si fuera una metáfora, una representación o una referencia. Se usa como un isomorfismo, lo que desde la perspectiva de Deleuze y Guattari en Mil Mesetas implica hablar de formas cuya resonancia es plena a pesar de no ser idénticas. La forma arte es distinta a la forma cultivo, por eso cada una por separado implica muchas cosas distintas, pero aun así, se trata de dos formas que permiten cumplir la misma función. Armar y cultivar son dos fuerzas, dos verbos distintos en resonancia plena; son como la versión artificial, la que se usa con el artificio, y la versión natural, la que se usa con la tierra, de la misma fuerza primigenia: la de creación, de engendramiento, de germinación, de nacimiento, que atraviesa todas las cosas, todos los espacio-tiempos, todos los universos, ya sean naturales o culturales, junto a la otra fuerza primigenia de la muerte. Cuando devienen formas esas fuerzas, como es el caso de las palabras arte y cultivo, las formas, a pesar de no ser idénticas y por lo tanto posibilitar cada una por separado significados muy diversos, se mantienen en plena resonancia, haciendo vibrar sus fuerzas al unísono, conectadas con esa otra fuerza proveniente del infinito, del afuera del que habla Maurice Blanchot, esa fuerza cósmica del absoluto ilimitado que ayudan a pensar Deleuze y Guattari, la fuerza de crear, la fuerza de vida. El isomorfismo no implica en ningún modo homogeneidad, el arte y el cultivo posibilitan las más disímiles heteromorfias entre sí, tanto como palabras como experiencias encarnadas en estados de cosas vividos. Pero las dos cumplen la misma función vital: hacer crecer la vida.
De este modo el concepto de arte como cultivo plasma la resonancia absoluta de fuerzas entre ambas palabras y entre ambas acciones. No son sinónimos, pero sus frecuencias afectivas coinciden hasta el punto de poder cumplir la misma función al ser empleadas. Quizás no haya un mejor término que el de cultivo para hablar del arte que se despliega en el nuevo milenio. Sobre todo por el doble uso de la palabra cultivo en los agenciamientos de enunciación. Cultivo es un sustantivo, igual que el uso que el mundo del Arte le da a la palabra arte, como un tipo de objeto específico, como cosa, o como campo social específico: el arte como sustantivo. Pero la palabra cultivo también se usa como un verbo, como una acción, igual que la raíz de la palabra arte: ar, en sánscrito y luego ars en latín, que origina verbos antes que sustantivos en las pragmáticas del lenguaje de los pueblos ancestrales indoeuropeos. Fue la experiencia de la modernidad la que generalizó el uso de la palabra arte como sustantivo alrededor del planeta, cuando siempre fue la fuerza del verbo la que le dio sentido a la palabra en el uso diario de los pueblos premodernos: el arte de preparar, el arte de moldear, el arte de fundir, el arte de tornear, el arte de pulir, el arte de trazar, el arte de cada acción, el arte de cada verbo que venga al caso. La conexión del arte que emerge en las sociedades globalizadas del siglo XXI con el arte de las sociedades ancestrales, las que hicieron emerger el arte en las sociedades humanas por primera vez, resulta de una gran importancia. Más allá de cualquier anécdota, la resonancia entre la concepción más actual con la concepción ancestral del arte permite recuperar la potencia primigenia, aquella de la fuerza de la creatividad, que le dio vida al arte, tanto como palabra como experiencia. Esa potencia vital de la fuerza del arte en las sociedades ancestrales es una fuente de enseñanza y de aprendizaje, una fuente de poder que posibilita liberarse de los límites vitales impuestos a través de la concepción hegemónica del arte como dominio del mundo del Arte. La creatividad resulta útil y necesaria con los nuevos tiempos que llegan, condicionados por conflictos sociales y medioambientales; el arte vuelve a beber de ella, a pesar de ciertas tendencias del Arte contemporáneo relacional basados en la circulación de información. La palabra cultivo, y más allá de la palabra, la fuerza del cultivo es estrategia del arte emergente del siglo XXI en su intento de reconectar con las fuerzas vitales. El cultivo no es ajeno ni contrario a la creatividad. Incluso los cultivos más predecibles, como los procesos sucesivos de ciertas hortalizas, dependen de las respuestas que se tengan que crear al instante, sobre el terreno, ante el azar de las circunstancias imprevistas. Arar, plantar, sembrar, regar, cosechar, trasplantar, por sólo citar un proceso lineal de cultivo, son los pasos para poner en juego una línea de vida. Pero lograr hacer germinar algo con vida, algo vivo por sí mismo, en mayor o menor grado, siempre requiere de la creatividad para afrontar el caos, de la imaginación para encontrar tierras allí donde hacen falta, la inventiva para preparar sustratos, la inteligencia a la hora de saber usar las condiciones climáticas inesperadas, el talento para hacer dar frutos, el ingenio para enfrentar las plagas desconocidas, la genialidad para conjurar la muerte en medio de crisis imprevistas. Cultivar es poner la creatividad en remojo.
No es casualidad el auge de los cultivos urbanos en las sociedades globalizadas: cultivar vuelve a ser de nuevo una fuerza vital al momento de hacer tejido social en el nuevo milenio. Se trata de una iniciativa minoritaria frente a los poderes hegemónicos del capital, pero cada vez la minoría se hace más poderosa. La práctica contemporánea llamada jardinería de guerrilla se ha propagado alrededor del planeta con una fuerza formidable, plantando, no sólo la enseñanza de su técnica, sino sobre todo su ethos, su ética. La conexión entre las fuerzas de paz del cultivo y las fuerzas de subversión de la guerra de guerrillas se inaugura a partir de una joven artista que toma la iniciativa de invitar a un grupo de amigos de su zona residencial en el Lower East Side de Manhattan en 1973 a limpiar y ocupar un terreno vacante inutilizado, el cual convierten en el primer jardín comunitario de toda una serie de intervenciones que estarían por desencadenarse. El nombre de la joven artista es Liz Christy, y el colectivo que gracias a ella nace se da a conocer bajo el apelativo de Green Guerrillas. Desde entonces, la jardinería de guerrilla no ha parado sus procesos de propagación y reproducción, brotando en pequeñas localidades e incluso aún más en medio de los grandes centros urbanos del planeta. Jardinería nueva, jardinería de guerrilla, ya que los jardines se cultivan en propiedades ajenas, propiedades abandonadas por el Estado, por la especulación del capital privado o por ambas cosas. Una política de combate a los valores del sistema capitalista ha terminado por engendrarse en este tipo de jardinería, más allá de cualquier determinación ideológica, aún cuando la jardinería de guerrilla ha producido reterritorializaciones del tipo de cooperación con las instituciones, el cabildeo de políticas públicas o la fundación de organizaciones, y por supuesto, jardines públicos bautizados con el propio nombre Liz Christy. Al margen de cualquier prejuicio, la jardinería de guerrilla genera a la vez las redes institucionales como las iniciativas autogestionadas a partir de la cuales se promueven nuevos modos de vida, desde campañas por los derechos de acceso a la tierra como The land is ours en la Inglaterra de la década de 1990 hasta movimientos reivindicatorios de reformas agrarias en Brasil como el del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, de larga tradición marxista desde la década de 1970, que ahora más que nunca encuentra interlocución sintonizándose con estas iniciativas, actos de terrorismo poético, como aquél del colectivo Reclaim the streets que convoca a cientos de personas en el año 2000 a plantar flores y vegetales en pleno Parliament Square de Londres, hasta el nacimiento en ese mismo centro capitalista de una eco aldea como la de Kew Bridge en el año de 2009, la cual dura un año en pleno funcionamiento antes del desalojamiento de todos sus habitantes. En Londres será más notorio, pero esto mismo está pasando por todo el planeta. Los jardines urbanos autogestionados plasman, como pocas otras actividades, el acontecimiento que se abre en el siglo XXI: la compenetración entre las fuerzas del arte y las fuerzas del cultivo. El poder del cultivo retorna a la vida social con el aire de los tiempos del nuevo mileno.
La palabra cultivo retorna a la constelación de fuerzas del pensamiento contemporáneo gracias a la genealogía que Michel Foucault emprende a propósito de los juegos de verdad en la relación de los individuos consigo mismos, cuyas investigaciones centradas en las culturas de la Antigua Grecia y el periodo grecorromano se presentan en los volúmenes II y III de la Historia de la sexualidad. Foucault habla del cultivo de sí que ponen en práctica los ciudadanos de la cultura grecorromana de los primeros siglos de la era cristiana a partir de las prescripciones formuladas desde ciertas fuentes de conocimiento médico o filosófico, con las que se induce a los individuos a esmerarse en el cuidar de uno mismo. La clave del cambio en la producción de subjetividad de la cultura de la Antigua Grecia, y en general lo que Foucault llama Antigüedad, y la nueva cultura que emerge con el nacimiento del Imperio Romano está en el paso de un cuidado de sí mismo al cuidado de uno mismo. Un uno mismo que, en palabras del propio Foucault, empieza a buscarse y aprovecharse como un puerto al abrigo de las tempestades, como una ciudadela que protegen sus murallas. El momento en el que la multiplicidad de los procesos de subjetivación comienza a converger de modo ordenado en una unidad, en una subjetividad cerrada, segura, amurallada. A diferencia de los procesos de subjetivación vividos en la Antigua Grecia, en donde los consejos acerca de la manera de estilizar la vida nunca hicieron énfasis en pensar la vida centrada en uno mismo, los ciudadanos grecorromanos descubren un placer sobre uno mismo al replegarse. Ese es quizás el verdadero comienzo de Occidente: el momento en el que el cuidado de sí mismo se empieza a ver eclipsado por el conocimiento de uno mismo, la condición de posibilidad del sujeto tal como se concibe en la vida moderna, como una individualidad centrada en su ego. La llegada del Imperio Romano anticipa lo que estaría por venir en tiempos de un Imperio Global, como del que hablan Michael Hardt y Antonio Negri al momento de pensar la geopolítica del siglo XXI.
Sin embargo, el cultivo de sí no constituye aún el germen del sujeto, de la individualidad centrada en el conocimiento de uno mismo. Consiste más detalladamente, dice Foucault, en un desplazamiento, inflexión y diferencia de acentuación del modelo de producción de subjetividad de los griegos. Foucault dedica los últimos años de su vida a pensar la sexualidad porque dicha problematización resulta un campo privilegiado para pensar las maneras en que los individuos se relacionan consigo mismos. Y revela a través de sus investigaciones que la reflexión moral de la Antigüedad a propósito de los placeres no se orienta hacia una codificación de los actos ni hacia una hermenéutica del sujeto, sino hacia una estilización de la actitud, es decir, hacia una estética de la existencia. El arte se fuga al código: cuidarse a sí mismo es una estrategia muy distinta a la de conocerse a uno mismo, la estilización de la existencia se opone a la formación de un sujeto. El cultivo de sí de los grecorromanos posibilita el conocimiento de uno mismo por su potencia de perseverancia. Pero no hay una ruptura entre el cuidado de sí y el cultivo de sí; solamente varían las intensidades entre un modelo y otro. El cultivo de sí es, más exactamente, el puente entre la estética de la existencia y la hermenéutica del sujeto, entre esas dos tecnologías completamente opuestas, esas dos formas distintas de concebir las relaciones consigo mismo. La estética de la existencia es la tecnología de producción de la subjetividad de casi todas las civilizaciones y casi todos los pueblos humanos sobre el planeta antes de la era cristiana. La hermenéutica del sujeto o voluntad de conocerse a uno mismo es, por otro lado, la tecnología que comienza a insinuarse en el periodo grecorromano y que sólo hasta el Cristianismo logra volverse hegemónica a través de toda una serie de procesos de exámenes sobre uno mismo extendidos socialmente. El factor más radical de cambio, lo que hizo que las variaciones de acentuación cruzaran un umbral hacia el desplazamiento hacia otra tecnología opuesta, lo que principalmente hace saltar de la estética a la hermenéutica, señala Foucault, es la preeminencia de la Ley que comienza a establecerse desde el Imperio Romano, de la verdad codificada, que llega a influir hasta en los modelos y en los preceptos relacionados con los procesos de subjetivación de aquella época, como los textos de Séneca. Es la cuestión de la verdad, explica Foucault, la cuestión de la ley, el principio del conocimiento de uno mismo lo que comienza a inflexionar el tema del arte y la technè como los modelos de la construcción de la propia vida.
La concepción de cultivo aparece, entonces, en plena resonancia con la concepción de arte en las culturas de la Antigüedad. No sólo en todas las culturas precedentes a la griega, pues del Oriente ancestral provienen las artes de vida que influyen los modelos griegos, y en Oriente cultivar es una imagen estrechamente ligada al arte. No sólo en Oriente, también en la cuna de la civilización occidental el arte y el cultivo son conceptos paralelos. El cuidado de sí y el cultivo de sí, mientras no se use este último con el fin de unificar los procesos de subjetivación en el uno mismo del yo, son apenas dos variaciones distintas de un mismo arte de vida. Según Foucault, el cultivo de sí es una respuesta original bajo la forma de una nueva estilística de la existencia. El cuidado de sí y el cultivo de sí son sólo dos variaciones técnicas de la misma tecnología de vida. Foucault nos hace ver que el cultivo es también estilística. El concepto de cultivo es lo más cerca que puede llegarse al concepto de arte, porque armar y cultivar son dos fuerzas que se mueven en resonancia absoluta, hasta el punto de que aquella destinada para el artificio deviene natural, y la dirigida hacia la naturaleza deviene artificial, moldeada, trabajada. Precisamente por eso las dos palabras son tan útiles para pensar la subjetividad, porque tanto arte como cultivo van de lo natural hacia lo artificial y viceversa. Arte y cultivo provienen de la misma fuerza: la fuerza de la creación. Una fuerza que no pertenece a la religión, porque las fuerzas de creación y destrucción son inmanentes a la Tierra. La creación no es un asunto metafísico; crear es pura física, es una cuestión microfísica. La creación inmanente, de la tierra o los seres que pueblan sus territorios, hace germinar lo que luego destruirá. Las fuerzas comunes del arte y del cultivo son concretas: la fuerza de engendrar, la fuerza de hacer germinar, la fuerza de dar vida, a los seres o las cosas pero, igualmente, creando lo que aún no está. Tanto el arte como el cultivo son acciones que se basan en la generación y el uso de habilidades, de destrezas, pero siempre flexiblemente, como una cuestión de exigencias abiertas y no cerradas, codificadas. Es lo que Foucault denomina las reglas facultativas, que se diferencian del código, de la ley en cuanto no determinan exactamente lo que debe hacerse sino que apenas describe lo que en cada caso según las circunstancias se ha de graduar y modular variablemente. Es posible crear códigos para las artes o los cultivos de ciertos elementos o actividades, pero la puesta en práctica de ese arte y de ese cultivo depende siempre de una manera de acercarse o tomar distancia de ese código. En eso consiste estilizar, precisamente: en afinar, en moldear, en tornear. Y en eso mismo también consiste cultivar: no en seguir un código al pie de la letra, sino de atender y de cuidar a cada momento lo que se cultiva dependiendo de las circunstancias puestas en juego o los vientos que vienen sobre las siembras.
¿En qué podría consistir la diferencia entre la fuerza del arte y la fuerza del cultivo? Vale la pena pensarlo, porque a pesar de toda su resonancia el arte y el cultivo son irreductibles entre sí. Foucault utiliza la palabra cultivo en La inquietud de sí, el tercer volumen de La Historia de la sexualidad, para hablar de actividad consagrada. El cultivo también es cuidado y ocupación, pero quizás implica una atención más dedicada, más elaborada, más aplicada que la de la estilización y, sin duda, mucha más entrega. El cultivo es un cuidado, pero con especial esmero. El cultivo es naturalmente un modo de hacer brotar el azar y lo espontáneo, pero implica algo más que actuar con pura espontaneidad. Implica esfuerzo, rigor, aunque no necesariamente disciplina o trabajo. Es susceptible de mejorarse, perfeccionarse una y otra vez, aunque no necesariamente conlleva a una actitud perfeccionista, progresista ni evolucionista. La diferencia entre el arte y el cultivo se encuentra sólo en una cuestión de grado, de intensidad. Al momento, histórico, no subjetivo, de concebir el arte como cultivo, lo que se halla es una oportunidad de recuperar el valor del rigor y del esfuerzo, de la importancia de la práctica sostenida y reiterada, que muchas veces el Arte del mundo del Arte ha contribuido a subestimar. El arte en la Antigüedad que nos presenta Foucault no puede desligarse de la práctica, de la praxis, ni de la técnica, de la technè. El arte es siempre cuestión de sensaciones, como recuerdan Deleuze y Guattari, de hecho, las artes de vida de las que Foucault habla son las condiciones de posibilidad de desarrollo de sensibilidades enteras, de maneras de aprender a percibir y saber dejar afectarnos por lo que nos rodea. La vida es ritmo y es composición, nos enseñan las artes de vida ancestrales. Si se trata de artes de vida entonces la vida que se compone se desliza todo el tiempo sobre la inmanencia de la sensación, y como el pensamiento de Deleuze y Guattari ayuda a ver, la composición es cuestión de sensaciones y no de técnica, pero la técnica es la condición formal necesaria para poder alcanzar sensaciones. Así es que la experimentación de sensaciones depende directamente de las técnicas con las que se conecta cada experiencia en la que nos vemos involucrados. Cultivar ayuda, más que estilizar, a caer en cuenta de la importancia de la técnica y de la práctica constante para experimentar con nuevas sensaciones e intensificar las sensaciones a las que nos hemos habituado.
La resonancia de la concepción emergente del arte en el siglo XXI con la concepción del arte humano más ancestral, que se extiende desde la aparición de los homínidos sobre la Tierra hasta la Antigüedad de la que habla Foucault, justo antes del despliegue del Imperio Romano y del Cristianismo (las condiciones históricas que posibilitan el desarrollo del sistema capitalista) es imprescindible para poder aprehender el acontecimiento del arte, que se interconecta con toda la serie de acontecimientos naturales que los ciclos de regeneración del planeta desencadenan sin piedad sobre las sociedades al despuntar el nuevo milenio. El planeta Tierra vuelve a recordar la inevitable naturaleza cíclica de las realidades, y el arte no es ajeno a esos eternos retornos. Es el tiempo de la realidad empírica más actual el que evidencia el agotamiento del ciclo del arte como dominio del mundo del Arte, el agotamiento del arte como mega relato del sistema de vida. Se va cerrando el ciclo hegemónico del mundo del Arte al mismo tiempo que va emergiendo una nueva realidad extendida en la cual el arte ya no se separa más de la vida cotidiana. La vieja utopía de las vanguardias artísticas termina por cumplirse bajo la forma de una especie de distopía propia del sistema capitalista, una condición global de estetización generalizada. Pero esos estados de cosas del presente brindan la morada para la incubación de los valores y las prácticas de no sólo otros modos sino otras formas de vida, en las cuales una nueva concepción del arte resulta clave y sobre todo útil para poder hacerlas realidad. Concepción nueva con respecto a esa concepción a la que nos llegamos a acostumbrar, la del arte como dominio del mundo del Arte. Pero lejos de cualquier pretensión modernista de originalidad o innovación, la novedad del acontecimiento que se vive en el siglo XXI es, a la vez, el retorno al espíritu del arte de los tiempos más ancestrales. Al menos cuatro elementos han de estar presentes en la concepción emergente del arte, cuatro elementos a partir de los cuales se pensaba el arte en la Antigüedad, como pueden rastrearse en la pragmática de los juegos de lenguaje que van desde los orígenes del sánscrito en Asia, unos cinco mil años antes de Cristo, hasta el desarrollo del latín y el uso que hacen de los términos en griego antiguo que plasman tradiciones de las civilizaciones orientales precedentes: ars, technè, praxis y poiesis.
La palabra ars en latin encuentra su máximo equivalente en la palabra technè en griego, pero no hay que olvidar que la raíz ar proviene del sánscrito antiguo, lo que indica que por más similitud que pueda haber entre ellas, como en el caso entre arte y cultivo, no son irreductibles la una a la otra. De hecho, en el siglo XXI puede volverse a confundir technè con arte, debido a la avalancha de técnicas que las nuevas tecnologías generan, a partir de las cuales sin duda puede llegarse a desplegar arte, pero que no por ello equivalen al arte por sí mismas: hace falta algo, algo más hay que hacer para que la técnica devenga arte. La etimología de cada una de las dos palabras difiere en orígenes. Ars es una fuerza que se plasma en el lenguaje por primera vez en sociedades ancestrales de Oriente, mientras technè es una fuerza codificada en el lenguaje por la cultura de la Antigua Grecia, la cuna de la civilización occidental. La técnica es un problema de Occidente, el arte es una inquietud oriental. Sólo así puede entenderse por qué es Occidente el que despliega la modernidad y la globaliza, y por qué es Oriente el que conserva la concepción y la sensibilidad por el arte integrado a la vida cotidiana y las artes de vida. Por más que abunden sus interrelaciones, hay que pensar la fuerza distintiva que hace que nazca una palabra diferente a otra. Eso es, pensar las fuerzas distintivas entre arte y técnica, pero también de ambas frente a la praxis y la poesía. Para ello nada más útil que El Banquete de Platón, diálogo de un momento histórico en el que comienza distinguirse Occidente de Oriente, justamente, en la concepción y la sensibilidad ante las relaciones del individuo consigo mismo, los juegos de verdad que Foucault se dedica a desentrañar en los últimos años de su vida. Platón es quien ayuda a determinar todo el problema de la vida a partir del ser, fundando las bases para el surgimiento de Occidente. No es nadie más sino Sócrates, el gran personaje conceptual de Platón, el que introduce el principio délfico de conocerse a sí mismo, aún subordinado en aquella época a la primacía del cuidado de sí, como precisa Foucault, pero sin duda piedra de base para todo el desarrollo de la priorización del conocimiento de uno mismo, que comienza con la cultura grecorromana y la voluntad de ley y de verdad inspirada en Platón. El ser es la condición conceptual del sujeto y de todas las formas de vida egocéntricas, como la capitalista moderna. Oriente se cerró en sí misma, concentrada en la potencia de enseñar a vivir la vida sin necesidad de ser, sino simplemente estar, aun cuando la mayoría de las veces las artes de vida ancestrales se reemplazaron por imposición con modos de vida basados en la renuncia a sí mismo por parte de los individuos. Platón fundamenta el ser y la necesidad de ser para vivir, que termina haciéndole preguntarse a Shakespeare en el albor de la vida moderna ¿ser o no ser? Platón es el padre de Occidente, y de toda su voluntad de ser, de verdad y de orden. Platón ni siquiera es un sujeto, es un agenciamiento que usa el aire de los tiempos de su momento histórico para hablar, para hacer oír sus afectos flotando en el ambiente. Entre otras muchas cosas, leer a Platón permite ver cuáles son las fuerzas que socialmente se relacionan con el arte en una época en que Occidente aún no se había separado del todo de Oriente. Al leer El Banquete de Platón, un tratado sobre el amor escrito cuatro siglos antes de la era cristiana, se logran detectar las fuerzas distintivas primigenias de las palabras arte, técnica, práctica y poesía, los elementos fundamentales de la concepción del arte en la Antigüedad.
La idea de poiesis, dice Platón, es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es poiesis, de suerte que también los trabajos realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de ellas son todos creadores (poiétai). Comparar el amor a la poesía es una estrategia de Platón para legitimar su perspectiva de verdad, pero al margen de los códigos de verdad que el filósofo está ayudando a formar, un vistazo al uso de las palabras en el lenguaje ayuda a hacer ver cómo en la Antigüedad arte, técnica, práctica y poesía constituyen, aunque en constante interacción, cuatro fuerzas distintas. Poiesis, poesía, significa hacer, crear. Praxis, práctica, es aquello de lo que habla al decir trabajos realizados, ejercicios o creaciones, es decir, puestas en práctica. Ars, arte, es otro particular que distingue algo más: es a través de las artes (ars) que se realizan creaciones (praxis) y se despliega creación (poiesis). A la manera original de Oriente, Platón habla de las artes no todavía como disciplinas, menos aún de disciplinas especializadas, sino más bien como campos de acción, como cultivos de prácticas, justamente como despliegue de la fuerza vital primigenia de creación a través de ejercicios y de creaciones, de puestas en práctica de composición. Technè, técnica, es otra fuerza más. Todo el menosprecio de Platón por los poetas no se debe, como se ha comprendido por mucho tiempo, a un menosprecio del filósofo hacia el arte, porque él mismo no deja de hablar del arte, de las artes de gobernar, las artes de autogobernarse, de las artes de vivir. Lo que menosprecia Platón no es el arte sino la técnica: la verdad no se encuentra en la técnica, y por eso la subestima haciendo a Sócrates por medio de la razón lucir inmensamente superior y verdadero frente a cualquier poeta o artista que no crea sino que se limita a implementar la técnica, como por ejemplo, la memoria. Sólo la reconciliación entre la razón del mundo ideal platónico y la técnica de la ciencia moderna posibilitará la conquista planetaria de los valores occidentales siglos más tarde. Pero la fuerza de la técnica, desde Platón, hasta la actualidad, siempre ha develado fácilmente su particularidad: el problema de las destrezas. El dominio de la técnica de algo es el dominio de las destrezas en la ejecución de ese algo. De este modo, se ve cada una de las fuerzas distintivas: la fuerza del arte es la de componer (de cultivar algo o armar el artificio); la fuerza de la técnica es la de estilizar y de adiestrar; la fuerza de la práctica es la de ejercitar; y la fuerza de la poesía no es otra que la fuerza de vida misma, la fuerza de creación de la vida, la fuerza vital primigenia, de la cual se derivan las vibraciones resonantes entre el arte y el cultivo, entre el poder de estilizar y el poder de cultivar. Componer, practicar, estilizar, crear: esas son las fuerzas del arte por naturaleza.
La experimentación de sensaciones a partir del cultivo de prácticas, esa concepción que emerge en el siglo XXI con respecto al arte, se encuentra en plena resonancia con la concepción del arte más ancestral. El arte es experimentación de sensaciones, pero esa experimentación es cuestión de práctica, del cultivo de la práctica, para ser más precisos. El cultivo de la práctica es, a su vez, cuestión de técnica, del control o el desarrollo de las destrezas en la ejecución de cada arte que se pone en práctica. Pero el arte no es sólo cuestión de técnica, como bien recuerdan Deleuze y Guattari, el arte es sobre todo cuestión de sensación, de perceptos y de afectos, de lo único de lo que se trata justamente la poesía, de percepciones y afecciones de fuerzas cósmicas como la misma fuerza vital primigenia. Esta fuerza vital primigenia no es un problema filosófico ni metafísico, sino plenamente físico y biológico, como lo muestra la función vital presentada por los biólogos Huberto Maturana y Francisco Varela con el nombre de autopoiesis, término científico que literalmente se traduce como autocreación, como el autohacerse, la producción biológica de sí mismos por parte de los seres vivos. La poesía es el viento cósmico al que le cantaba Rilke, el mismo prana o chi, la misma fuerza vital que atraviesa todos los universos, según las artes de vida del Yoga y el Tao de la India y la China ancestral. La fuerza vital, como la poesía intenta plasmarla, haría trascender la vida, pero siempre desde la inmanencia, pues como muestran ya los biólogos y los neurólogos, esa fuerza es la más inmanente de las funciones vitales orgánicas. La poesía nunca se ha podido despegar del arte, y si lo ha hecho es porque el arte se ha ido, es muy fácil, se siente, aunque en cada cual se sienta diferente. La poesía, al igual que la técnica y la práctica, son parte esencial del concepto de arte emergente en el siglo XXI.
El concepto de arte como cultivo condensa el espíritu ancestral del arte con la actitud del arte más actual, actitud que muestran iniciativas como las de la jardinería de guerrilla. Jardinería de guerrilla es cuestión de técnica: técnicas de riego, abono, difusión comunal, etc. Y cuestión de práctica: poner en práctica dichas técnicas y sortearlas frente a las adversidades del azar y de un sistema de vida basado en la propiedad privada. Pero sobre todo es cuestión de poesía: de esa singular especie de poesía que Hakim Bey llamaba terrorismo poético, un desafío, una fuga a la Ley y al Sistema a partir de la cual nos conectamos de nuevo con las fuerzas vitales. Jardinería de guerrilla es arte, arte del siglo XXI: arte como cultivo. Después de varios siglos de haber sido relegado y menospreciado, cultivar retorna con todo su poder, sobre todo en tiempos de escasez de recursos ante las adversidades que la naturaleza plantea al despuntar un nuevo milenio. Tal como nuestros ancestros entendían, para vivir hay que cultivar vida. El arte es un modo de hacer vida, de cultivar vida, aún cuando también sepa cultivar muerte y destrucción, igual que la misma naturaleza también lo hace. El concepto de arte como cultivo sirve para conectarnos con la tierra, como cósmicamente lo hacía el arte ancestral. Y a la vez nos sintoniza con el aire de los tiempos de la nueva época que vivimos, con sus actitudes más actuales, como la actitud de la jardinería de guerrilla, una actitud de desafío a los poderes dominantes, un ejercicio de libertad a través de la acción directa. Las vanguardias artísticas, en su intento de fundir arte y vida, desplegaron en todo su esplendor la acción directa como estrategia privilegiada del arte. Esa actitud alcanza su máximo grado de intensidad con el Situacionismo de la década de 1960, en el cual se inspira en gran parte todo el movimiento de acción directa a través de las artes comenzando el siglo XXI. Si hay algún legado de las vanguardias para el nuevo milenio es el de la acción directa, sobre todo el espíritu exaltado por el Situacionismo, en el cual la fuerza vital se intenta hacer explotar en el flujo cotidiano de la vida social, más allá de las experiencias personales a las que muchas veces se limitan otro tipos de acciones, como algunos happenings o performances que no logran salir de la órbita de lo privado. Es arte efectuado en medio de las situaciones sociales y por fuera de los espacios oficiales de las instituciones del mundo del Arte. Cortar el código del mundo del Arte a partir del cual se ha obligado a operar al arte, cortar los códigos sociales del sistema capitalista como el supuesto valor incuestionable de la propiedad privada, como en paz logra desafiarse por medio de jardines comunitarios al acceso de cualquiera. Perder el ego a través del arte, esa es la descodificación definitiva del individuo consigo mismo, en eso consisten todas las artes de vida. Hacer como Liz Christy, que se ha hecho invisible ella misma, y ha preferido hacer ver su jardín en vez de dejar ver a la artista.
El mundo del Arte se ha convertido en un territorio privilegiado para el ego, una máquina de inflar egos y de actitudes egoístas. El arte como experimentación de sensaciones a través del cultivo de prácticas emerge en el siglo XXI, no sólo como una concepción por parte de territorios vitales insumisos, sino también como una nueva sensibilidad latente en los modos de vida de las nuevas generaciones. Cada vez más se hace realidad, cada vez se encarna más en los estados de cosas vividos en las actuales sociedades, a través de estilos de vida muy diversos entre sí. La potencia de inspirar modos de vida no egocéntricos se encuentra en esta realidad emergente del arte, y al mismo tiempo, puesto que se trata de dos dinámicas en mutua relación, la potencia de empoderar a las vidas es inconmensurable. El arte es una estrategia para empoderar la vida, y la concepción del arte como cultivo de prácticas es una manera empoderadora de ver los posibles usos del arte en la vida social de nuestro tiempo. Sin la necesidad de pretender ser artistas, hoy cualquiera puede empoderar su vida a través del arte. El mundo del arte ofrece sus exposiciones y sus museos para empoderar la vida. El arte emergente por fuera del mundo del Arte comparte mucho más entre las vidas que se involucran en sus experiencias. Es la vida diaria la que se ve afectada por el arte, y no sólo el par de horas que dura el evento comercial del mundo del Arte. A partir de esta concepción emergente del arte cualquier individuo, sin necesidad de pasar por los valores, ni los códigos, ni los requisitos del mundo del Arte, puede integrar el arte en los modos en que construye su vida. Cualquier práctica en la vida, por más insignificante o cotidiana que pueda parecer, es susceptible de ser desplegada como arte. A partir de cualquier acto se puede generar arte si se practica con el suficiente rigor, el suficiente amor y la suficiente mística. Las fuerzas necesarias para prender la chispa del arte son el rigor, el amor y la mística por lo que se hace. Rigor, amor y mística: esas son las fuerzas que hacen falta ser encarnadas por algún tipo de vida para invocar las fuerzas del arte, las fuerzas vivenciadas necesarias para hacer brotar el arte. Se pueden poner en práctica todas las técnicas adecuadas, pero esa sería sólo la condición formal para la generación de arte. Como todo, en última es una cuestión de fuerzas. La fuerza de la vida que recorre infinitamente el universo ha de encontrarse con rigor, amor y mística, y sólo al chocar estas fuerzas en conjunto se logra romper la rutina de la vida normal. Se puede ejecutar una práctica por muchos años, pero sin rigor, amor y mística por lo que se hace, no se logra que la energía invertida en la acción se sublime. Como hace ver Lyotard, el arte contemporáneo ya no constituye necesariamente una expresión de lo sublime. Una multiplicidad ilimitada de fuerzas distintas a la fuerza de lo sublime guía el arte hoy. Pero la clave para sentir si lo que se practica está deviniendo arte es que quienes lo experimenten estén sublimando su energía vital a través de su acción. No hay sublimación de energía sin rigor, amor y mística. Esos son los tres poderes a través de los cuales surge la vida. Esas son las tres claves para cosechar lo que cultivamos.
El arte de hacer skateboarding en las calles, el arte de programar software, el arte de dar masajes en los ojos, el arte de tocar la cítara, el arte de barrer los pisos, el arte de pulir la piedra, el arte de generar energía por medio del viento, el arte de construir malocas, el arte de surfear la Web, el arte de operar las máquinas, el arte de disolverse cósmicamente con el viento, cualquier arte: cualquier tipo de arte puede desplegarse desde esta concepción emergente del arte como cultivo de prácticas. Igual que en la Antigüedad y en tiempos ancestrales: puede hacerse un arte a partir de lo que sea. Así fue hace muchos siglos, y así vuelve a ocurrir en este milenio. El arte como una potencia que cada individuo o colectivo puede desplegar como poder a través de eso a lo que se dedica, o eso que hace por un tiempo. Es decir, cualquier actividad imaginable. Esa es la condición histórica necesaria para concebir el arte en el siglo XXI: el arte al alcance de toda vida, y no solamente para aquellos que hacen parte del mundo del Arte. Una concepción del arte que no resulte así de abierta no logrará dar cuenta de la actualidad irreversible frente a nuestros ojos. Puede haber, puede hacerse arte a partir de lo que sea, sin excepciones (lo cual no quiere decir que todo sea arte para todos), lo único que se necesita es hacer chocar las fuerzas del arte a través de las formas que hayamos elegido, cualesquiera que sean. Hacer chocar las fuerzas es un intento que implica, en el caso particular de hacer arte: emprender una práctica, entrenarnos en las técnicas adecuadas para poner en práctica, cultivar las destrezas para la ejecución de esa práctica, practicar constantemente. Esas son sus condiciones formales. Pero implica también las condiciones afectivas necesarias: realizar lo que hacemos con el suficiente rigor, amor y mística. En ese momento se produce la chispa. En ese momento se hace poesía, así se trate de la más insignificante de las labores. Esa potencia de hacer, de sentir la poesía de la vida, sin importar lo que representemos en la sociedad, la tenemos todos. Hace falta buscar el tiempo para poder con ella hacer nuestras vidas. En eso consiste la experimentación de sensaciones a través del cultivo de una práctica. Una concepción del arte que no excluye las experiencias espontáneas. Sin duda el arte también puede ser espontaneidad instantánea, acontecer inmediato. Se experimenta con las sensaciones también a partir de ejercicios automáticos, como el detournement situacionista, cuando usamos tergiversadamente las cosas, o el ready-made, que enseñó a construir Duchamp a partir de cualquier objeto encontrado. Pero hasta los ready-mades han sido, tanto construidos como resignificados, o mejor, revividos a partir de algún arte, o sea, a partir del cultivo de alguna práctica. Hay hasta un arte de revivir los objetos encontrados, hay hasta un arte de distorsionar el uso de las cosas. Cualquier tipo de arte puede hacerse cuando se concibe el arte como una especie de cultivo de las prácticas, igual que cultivar una práctica nos hace concebir el arte como algo que hace parte de nuestra vida real y no sólo la de los artistas o los funcionarios del mundo del Arte. Concebir el arte como cultivo no tiene nada que ver con ser “un hombre cultivado”, a la manera del pensamiento clásico y el pensamiento ilustrado, en donde la fuerza del cultivo se usa para caracterizar a los eruditos o a los educados, a aquél que se solía llamar “un hombre culto”. Cultivar ya no sirve para distinguir a los hombres cultivados de los hombres ordinarios, porque cultivar deja de ser vulgar y anacrónico (como la Modernidad llega a hacerlo ver), convirtiéndose de nuevo en una prioridad vital. No es una casualidad que la palabra cultivo y la palabra cultura compartan la misma raíz lingüística. Es que, de hecho, cultura se deriva del latín cultus: cuidado. El arte es una fuerza que entra en el lenguaje en Oriente, mientras cultura es una inquietud de la civilización occidental. Pero en tiempos de globalización arte y cultura ya no pueden separarse. Igual que en la Antigüedad, el cultivo de prácticas es parte intrínseca del cultivo del espíritu.
El arte de los intentos, el arte de las labores, el arte de la artesanía, el arte de las Bellas Artes, el arte de lo sublime, las artes de decoración, las artes objetuales, las artes sin objeto, las artes conceptuales, las artes performativas, las artes callejeras, las artes vivas, el arte digital, el arte computacional, el arte relacional, las artes visuales, las artes de vida: cualquier tipo de arte, el que sea, puede ser pensado a partir de la concepción del arte como cultivo, porque cualquier actividad y cualquier cosa puede llegar a hacernos sentir arte, y porque cualquier práctica, más allá de su origen histórico, su procedencia geográfica, las relaciones de poder entre las cuales se produce, las disciplinas a las que pertenece, las condiciones sociales que necesite para hacerse realidad o los soportes que necesite para materializarse, más allá de todo eso, cualquier práctica es atravesada por la potencia absoluta ilimitada de posibilitar desplegar arte a partir de ella. Arte puede ser desde un cuadro de Picasso hasta un movimiento en la pista de baile en la discoteca, desde la construcción de un edificio hasta la confección de un vestido o el estilo al marcar un gol, y no hay autoridad sobre la Tierra que pueda convencernos de lo contrario si así lo sentimos. La sensación no miente, arte es lo que se siente, no lo que el mundo del arte dice que es Arte. Ese es el acontecimiento: el arte vuelve a ser parte integral de nuestra vida debido a las necesidades contemporáneas y las posibilidades tecnológicas más actuales, independientemente de todos los límites que intenta mantener el mundo del Arte, porque el proceso lo desborda. De nuevo el arte puede ser cualquier tipo de actividad social practicada con la suficiente mística, el suficiente rigor y el suficiente amor: esa sería la proposición poética del concepto de arte como cultivo. El arte es la experimentación de sensaciones a través del cultivo de una práctica. Es la concepción del arte desde la perspectiva más actual del siglo XXI, anticipada por el pensamiento de vanguardia del siglo XX. Cage anticipa el lugar central de la experimentación hoy. Deleuze y Guattari recuperan la naturaleza del arte en la sensación. Foucault trae de vuelta el problema del cultivo. Ellos no son los autores del concepto, la concepción se ha tejido inmanente e históricamente en la cultura y la contracultura por sí misma. Ellos sacan a la luz procesos: devenires de las sociedades. En las conexiones de los anteriores procesos sociales, la popularización de la experimentación, la priorización de la sensación, y la recuperación del cultivo, se compone el concepto que emerge. Pero esos afectos y esos conceptos a partir de los cuales se teje la concepción misma no son más que las intensidades de las fuerzas vividas en los estados de cosas de las sociedades globalizadas. Lo realmente importante no es el concepto sino las concepciones encarnadas en la vida social: allí se produce la experiencia. El concepto es sólo la forma abstracta, la concepción es la abstracción de la constelación de fuerzas intempestivas del acontecimiento. El concepto sólo vale la pena en cuanto a su capacidad de resonancia con el acontecimiento al que asistimos en los tiempos que vivimos.
Bibliografía y enlaces
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